El ser humano pesa alrededor de 65 kilogramos y mide entre 1,60 y 1,70 metros (en promedio), lo que viene a ser muy aproximadamente la veinticinco millonésima parte del diámetro del planeta Tierra, su hogar. Su único hogar. Ello no es el resultado de una casualidad, sino de la física: su peso, altura y tamaño están directamente relacionados con la masa, el volumen y el diámetro de la gigantesca esfera que lo alberga. También la Proporción Aurea – esa interacción físico-matemática – intervino en la evolución del ser humano ideal, como se puede apreciar en el magistral dibujo de Leonardo da Vinci, la relación entre el lado del cuadrado y el radio del círculo donde se inscribe la forma humana. Es decir, la Tierra y el Hombre están directamente proporcionados. Si la Tierra en lugar de 6.371 kilómetros de radio ecuatorial tuviera otra dimensión, en más o en menos, el ser inteligente que lo habitaría sería absolutamente diferente, su fisiología sería muy otra, tendría otras proporciones, sería mucho más esbelto o se arrastraría como una babosa por la superficie terrestre. Hemos sido diseñados por las condiciones físicas de la Tierra, por una gravedad que oscila entre 9,73m/s2 en el ecuador a 9,83 m/s2 en los polos. En otros planetas con otras dimensiones y otra masa podrá existir vida inteligente, pero en tal caso dichos seres nada tendrán que ver con nosotros.
Por causas cósmicas, los humanos hemos surgido y evolucionado en la minúscula Tierra, un planeta único de entre los que componen el sistema solar. El sol: una de las miles de millones de estrellas de nuestra galaxia situada entre otros miles de millones de galaxias del universo infinito. Un planeta situado a la distancia adecuada del caliente sol, dotado de atmósfera y repleto de agua, increíblemente bello, repleto de vida, cargado de posibilidades, que nuestra sabia especie, muy probablemente única en ese infinito universo, parece empeñada en destruir a toda costa, como si odiara el paraíso que el tiempo y el azar prepararon para ella, sin querer aceptar que no existe ninguna otra alternativa viable, por mucho que los especuladores de la ciencia ficción aseguren lo contrario.
Veamos: la estrella más cercana, Próxima Centauri se halla “tan solo” a 4,3 años luz, ¡esto es, a más de cuarenta billones de kilómetros de distancia! Una distancia inimaginable para las dimensiones humanas. La tierra lleva a cabo una órbita completa al sol en un año. Un año tiene 31.536.000 segundos. Es decir algo más de 30 x 10 elevado a 6 (segundos), lo cual, hablando de tiempo cósmico, es en realidad un mero instante. Es decir, no podemos pensar que en el universo existen otros seres humanos muy parecidos a nosotros. Nunca podrían ser humanos.Y si existieran otros seres inteligentes, las columnas de nuestra cultura y civilización peligrarían. Ese Ser todopoderoso al que adora gran parte de la humanidad, ¿también se habría manifestado dejando su mensaje eterno en otras galaxias? En tal caso, ¿cual habría sido ese mensaje? No es creíble.
A la máxima velocidad que la tecnología existente hoy día nos permite, año 2022 del calendario gregoriano utilizado en la Tierra, necesitaríamos más de seis mil años para llegar a dicha estrella cercana y a su sistema planetario, del que por supuesto no sabemos si en él existen verdaderos planetas orbitándola, y por tanto desconocemos si alguno de esos posibles planetas pudiera albergar vida. Las demás estrellas “cercanas” se encuentran en realidad tan alejadas que resultará prácticamente imposible comunicarse jamás con ninguna de ellas, aunque naturalmente muchos científicos disentirán de esta afirmación. Cuando hablamos de que una estrella o una galaxia se encuentran a mil años luz, quiere decir que la imagen que vemos a través del telescopio es la que esa estrella tenía hace mil años, para los seres humanos: un abismo en el tiempo. En el siglo XI, hace ahora mil años, el mundo era muy diferente al de hoy.
A pesar del inconmensurable número de galaxias existentes en el universo, surgidas tras la gran explosión que llamamos “Big Bang” de hace unos catorce mil millones de años, son tales las condiciones necesarias para la existencia de la vida (viable tan sólo en una limitada franja de temperatura y humedad, con la existencia de minerales esenciales) que lo más probable es que la vida sólo se dé en un porcentaje mínimo de sistemas astrales, y ya no digamos si lo que pretendemos es la existencia de vida inteligente. Es evidente que la Tabla Periódica de los Elementos de Mendeléyev es la misma aquí que en Próxima Centauri. El sabio ruso aseguró que, durante un sueño, se dio cuenta de algo fundamental. Y lo contó entusiasmado: Vi una mesa donde todos los elementos encajaban según lo requerido. Al despertar, inmediatamente lo escribí en una hoja de papel. Resultó cierto: las propiedades de los elementos son función periódica de sus pesos atómicos. No fue menos cierto que Mendeléyev se inspiró en la primitiva tabla de Antoine Lavoisier, su precursor, que ya en 1789 publicó una tabla de treinta y tres sustancias simples o elementales. Lavoisier lo expresó claramente: “Elemento es aquella substancia pura que no puede descomponerse en otras más sencillas”. Nadie sabía nada entonces acerca de la radioactividad. Liubov Mendeléyeva, la hija del científico ruso que había hecho aquel trascendental descubrimiento, contrajo matrimonio con el gran poeta simbolista Aleksandr Blok, que mantenía que las palabras tienen peso y que se pueden ordenar siguiendo pautas poéticas. Al fin todo está relacionado.
Pero volvamos a la evolución humana y a su situación en el universo. Incluso podríamos llegar a ser los únicos seres vivos “inteligentes” de todo el universo, dando por supuesto que si existiese vida inteligente extraterrestre no sería humana, no pertenecería a la especie humana, y con total seguridad nada tendría que ver con nosotros, los seres humanos, los sapiens. Lo único que compartiríamos serian la tabla periódica de los elementos, las matematicas, y probablemente gran parte de la bioquímica, aunque no toda. La vida como la conocemos está establecida en base al carbono, aunque hipotéticamente podría basarse en el silicio, el nitrógeno, el fósforo, el boro y hasta en el venenoso arsénico. Por poner un ejemplo, el silicio posee los mismos cuatro enlaces y se encuentra en el mismo grupo 14 de la Tabla de Mendeléyev.
La visión del cine de ciencia ficción nos ha permitido atisbar unos alíen malvados y sanguinarios que podrían residir en otras estrellas u otras galaxias, ya que un ser inteligente habitante de un planeta que albergase vida en Próxima Centauri no tendría nada que ver con nosotros. Nada. Los seres humanos somos la sumatoria de muchos factores, incluyendo una especial cultura que corresponde a cientos de miles de años de evolución terrestre, pero sobre todo a lo sucedido en el último suspiro evolutivo, ya que la especie Homo Sapiens aparece hace apenas cincuenta mil años. La parte grabada o impresa en nuestro cerebro es refleja o automática. La que en este punto nos interesa es la cultura histórica y su transmisión oral o escrita. Hay que decir aquí que la historia humana tiene apenas siete mil años: antes de ese tiempo encontramos una absoluta oscuridad en donde desconocemos todo lo sucedido, y de lo que sólo nos han llegado mitos y leyendas entremezclados, es decir, “prehistóricos”, aunque con nuestros parámetros actuales podamos imaginar lo que pudo llegar a suceder: casi con total seguridad: una saga de continuas rivalidades y sangrientas pugnas por los territorios más ricos en caza y agua; es decir, el poder, con raptos de las hembras más hermosas y fértiles, y en muchas ocasiones el asesinato de los herederos del poder, los miembros de la clase dominante – síndrome del rey león –, porque lo cierto es que el ser humano siempre ha sido un brutal predador, un antropoide inventor de armas antes que de herramientas, armado desde que se transformó de animal antropoide a australopiteco con piedras, hondas, lanzas y flechas, dispuesto a liquidar a todos sus enemigos, es decir, todos aquellos Homo que no pertenecieran a su tribu, o que no se sometieran al poder del líder de la tribu. En eso no ha cambiado nada.
Pero antes de entrar en el debate pongámonos en escena. Estamos confinados en el planeta Tierra, que hasta hace un suspiro no éramos capaces de abandonar. Ni siquiera de imaginarlo… hasta que Julio Verne escribió su profética novela De la Tierra a la Luna. Veamos: hoy en día estamos acostumbrados a manejar grandes números, y antes hablábamos de llevar a cabo largos viajes, odiseas espaciales. Pero lo cierto es que seis mil años de viaje equivalen al menos a doscientas cincuenta generaciones humanas. Una distancia temporal similar al tiempo transcurrido desde el neolítico superior hasta ahora. Por establecer una referencia temporal, la Biblia asegura que el patriarca Abraham vivió alrededor de mil quinientos años antes de Cristo, es decir estaríamos hablando de tres mil quinientos años aproximadamente, para cualquier ser humano, cerca del mismo principio de los tiempos,…históricos. Resulta por tanto irreal, casi absurdo imaginar un viaje a las estrellas de tal dimensión temporal, por mucho que nos empeñemos en hablar de atajos a través de agujeros negros, de imposibles viajes en el tiempo, o de conseguir viajar a la velocidad de la luz…o incluso superarla, ¿por qué no?, negando, en tal hipótesis, la ecuación de Einstein. Ahí entraríamos en la ciencia ficción, algo totalmente imposible, incluso aceptando trasgredir todas las leyes de la física, comenzando por el segundo principio de la termodinámica. Los seres humanos tienen una existencia finita, y las estrellas también. Suponiendo que fuera posible viajar a la velocidad de la luz, con lo que ello supondría para la endeble biología humana, el viaje a Próxima Centauri duraría alrededor de cuatro años terrestres con un coste económico que lo haría totalmente inviable.
Si somos realistas, viajar hoy día a Marte para intentar establecer una colonia humana podría ser ya viable. Pero a niveles astronómicos, Marte está al lado de la Tierra, prácticamente al otro lado de la calle, y por ello muy probablemente el ser humano pise Marte en el entorno de 2030 y seamos capaces de implantar una base permanente para 2040. Eso sí, en un planeta muerto, sin atmosfera, en el que los seres humanos sólo podrán sobrevivir durante cortos espacios de tiempo tras llevar a cabo un largo y arriesgado viaje, en el que probablemente la radiación letal no será el peor de los problemas. Es posible imaginar que en un futuro incluso pudieran conseguir crear una atmosfera parecida a la de la Tierra. Pero esa hipótesis es a muy largo plazo: siendo muy optimista, probablemente a miles de años de distancia.
Así que por el momento, si queremos ser pragmáticos, realistas y sinceros, tenemos que pensar que el verdadero viaje de la humanidad debe ser doméstico. A la misma Tierra de la que apenas hemos rascado unos pocos metros de su corteza. En efecto, apenas conocemos la delgada piel más exterior, donde naturalmente se encuentra el biotopo vegetal, zoológico y humano, y también donde residen los virus y bacterias. Hasta hoy ningún hombre ha penetrado por debajo de los cinco kilómetros en la corteza terrestre, salvo en los contados descensos al fondo del océano, protegido de las enormes presiones en el interior de un batiscafo: puras anécdotas, por otra parte, ya que la sabia humanidad tiene una completa ignorancia acerca de lo que sucede en interior de los océanos y, por ello, debería emplear los escasos recursos disponibles en conocer mejor el planeta Tierra, donde se encuentra el hogar ancestral de nuestra especie y, por el momento, el único posible, por mucho que soñemos. Todo lo demás es ciencia ficción.
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