Las beatificaciones del 28-O
Mártires de la fe (pero también de España)
José Javier Esparza
25 de octubre de 2007
Hace muchos años que comenzó el proceso de beatificación de esos 498 mártires españoles, asesinados durante nuestra guerra civil, que serán formalmente proclamados beatos el próximo domingo. Hubo otros antes que ellos; también los habrá después, porque las cifras de la persecución religiosa en la España del Frente Popular fueron espeluznantes. La Iglesia ha querido desligar esta ceremonia de querellas propiamente nacionales como la Ley de Memoria Histórica; ha hecho bien. Sin embargo, la realidad histórica fue la que fue: esa gente murió asesinada por los mismos que hoy se proclaman defensores de la libertad y la democracia.
José Javier Esparza
La beatificación de 498 mártires españoles de la guerra civil debe servir para que la verdad histórica se imponga sobre tanta mentira y tanta falsificación como se alienta hoy desde el poder. La realidad de los hechos fue simplemente esta: en España, el 18 de julio de 1936, y al calor de la guerra civil, los partidos y sindicatos de izquierda emprendieron una revolución; dentro de esa revolución, la aniquilación física del enemigo “de clase” fue cosa cotidiana; fruto de tal política revolucionaria, tolerada cuando no alentada por las instituciones que controlaba el Frente Popular, fueron asesinadas unas 60.000 personas; en numerosísimos casos que es imposible cuantificar, la causa del asesinato fue la fe católica de la víctima; de entre éstos, el número de víctimas consagradas –sacerdotes, monjas, frailes- se eleva a una cifra mínima de 6.835 personas, con frecuencia después de sufrir torturas abominables.
Los 498 próximos beatos forman parte de ese inmenso crimen que fue la represión republicana. El hecho de que en el otro lado de la guerra también hubiera persecución y muerte no disminuye ni en un ápice la responsabilidad del Frente Popular. La Iglesia española, en el proceso de beatificación, define a los 498 como “mártires de la fe”, título que puede parecer aséptico. Desde el punto de vista estrictamente eclesial es una definición comprensible, pues a los mártires de todos los tiempos no se los beatifica por haber sido asesinados ni tampoco por la cualidad del asesino, sino por el hecho de haber entregado su vida en nombre de Dios y de la Iglesia. Pero si desde el punto de vista eclesial es una definición comprensible, desde el punto de vista histórico no es una definición suficiente. Aquí, en esta otra perspectiva, es imprescindible preguntarse por la identidad del martirizador, y esa se corresponde con las fuerzas políticas y sindicales que respaldaron al Frente Popular en 1936.
Hoy ningún historiador serio pone en duda la realidad de la persecución religiosa. Los intentos por paliar ese crimen tienden a la falsificación de los hechos. Todos los autores que se han inclinado sobre la cuestión –Martín Rubio, Guijarro, el clásico estudio de Montero- son taxativos. La prueba documental es abrumadora. La Iglesia católica comenzó a ser perseguida menos de un mes después de la proclamación de la II República. La pasividad oficial –cuando no la connivencia del poder con los agresores- permitió que la persecución se enquistara en la vida pública. Las primeras víctimas mortales cayeron durante la revolución de octubre de 1934. El comienzo de la guerra civil dio la señal para que la violencia antirreligiosa estallara. En muy pocas semanas, la mayoría de los templos ardió en la España del Frente Popular, mientras se asesinaba impunemente a los religiosos y a los seglares que se habían señalado por su fe. ¿Quiénes son los asesinos? Las milicias de la CNT/FAI, el PSOE y el PCE, fundamentalmente, dirigidas y armadas por sus cuadros políticos. Habrá que esperar a las protestas del nacionalista vasco Irujo, en el seno del propio Gobierno republicano, para que la ola de muerte se atenúe. Eso no ocurre hasta bien entrada la primavera de 1937. En julio de ese año, cuando los obispos españoles publican su carta colectiva, la cifra de religiosos asesinados supera ya los 5.000; es decir, la mayor parte de la represión ha sido ejecutada en menos de un año. Después, la intensidad de las muertes disminuirá, pero no la represión. En Barcelona, en los últimos meses de la guerra, el temible SIM “republicano” todavía perseguirá a quienes oficiaban misas clandestinas en sus domicilios; los detenidos eran enviados a campos de trabajo forzado; no pocos de ellos pertenecían al nacionalismo catalán.
Es deplorable que la izquierda española actual, en vez de someter a juicio su propia historia y aplicar la conveniente autocrítica, haya optado hoy por la glorificación falsaria de una época y unas gentes que tuvieron muy poco de glorioso. Cuanto más tiempo tarde la izquierda española en mirar de frente a su propio pasado, más se enrarecerá nuestra vida pública con las consecuencias funestas de una peligrosa alucinación. Los 498 próximos beatos deberían servir para que la sociedad española despierte de esta pesadilla revanchista en la que nos ha sumergido la Ley de Memoria Histórica.
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