Los separatistas gallegos imponen el nacionalismo a los parvulitos. Los baleares, a los comerciantes. Los separatistas vascos mantienen su plan último –la soberanía-, sin otra discrepancia que el estilo y los plazos. Los catalanes, por su parte, andan desatados: Carod anuncia la autodeterminación para 2014 mientras el venerable Pujol llama a la huelga fiscal. Son una minoría, pero están marcando el ritmo de la vida pública española. Si esto no es una ofensiva secesionista, ¿qué es? Lo malo: esa ofensiva se está desplegando con el auxilio tácito o expreso del Gobierno de España. Y lo peor: la sociedad española prefiere mirar para otro lado. Este es el plan de los secesionistas.
J.J.E.
Son separatistas, sí: ¿Por qué habría de estar prohibido llamarles así, cuando separarse es exactamente lo que pretenden? Son separatistas, pero no son estúpidos. Tienen sus propios cálculos y no son en modo alguno descabellados. En treinta años de hegemonía tolerada en sus territorios han logrado hacerse con poderosísimos resortes de influencia. Para empezar, gozan de enorme fuerza en el ámbito de la educación: han formado a una generación –o dos- de ciudadanos en la doctrina nacionalista, en el prejuicio de que España es la causa de sus males, en la convicción de que su destino particular es construir unidades soberanas, en la fe de que ese destino soberano será radiante y feliz. En los lugares donde mayor ha sido el poder separatista, como Cataluña o el País Vasco, ese masaje sobre la opinión pública ha venido acompañado de un ancho poder sobre los recursos financieros; en otras regiones donde el proceso ha sido más lento, como Baleares o Galicia, los frutos se empiezan a recoger ahora.
La batalla de la legitimidad
No es que los ciudadanos vascos o catalanes sean mayoritariamente separatistas: ya sabemos que no es así. Pero es un hecho que los ciudadanos vascos y catalanes, y pronto los gallegos y baleares, aceptan como algo natural que los separatistas marquen la agenda política, impongan sus exigencias, lideren la reivindicación local, representen al conjunto de la comunidad política. La mayoría de la gente acepta eso sin la menor resistencia hasta el punto de que ante un test crucial, como fue el referéndum para el nuevo estatuto de Cataluña, el electorado disconforme no se opuso, sino que, simplemente, se abstuvo. Esa batalla, que es la batalla por la legitimidad, los separatistas la han ganado de calle por méritos propios y, sobre todo, por deméritos ajenos, es decir, por la criminal ceguera de la clase política española, que les ha entregado el campo desde 1978. Los separatistas han convencido a sus sociedades de que poseen una suerte de derecho natural a partir el bacalao. Esta sumisión tácita al separatismo se ha construido en treinta años y tardaría otros tantos en ser deshecha.
A partir de esta plataforma, los separatistas pueden libremente dibujar proyectos que se correspondan con su horizonte máximo, es decir, la independencia, bajo la forma que sea materialmente factible. Conviene tener en cuenta que, en su plano, no existe sólo un vector, esto es, el de las “naciones” que se independizan de España, sino que ese vector corre al encuentro de otro: el de la Europa que va absorbiendo competencias de los viejos Estados nacionales. El horizonte real en el que están pensando Carod, Pujol, Ibarretxe o Quintana no es el de unas naciones emancipadas al estilo del siglo XIX –eso sólo lo piensan las minorías radicales, esos descerebrados que, sin embargo, tanto ayudan en el camino-, sino que el dibujo se ajustaría más bien al de unas naciones de independencia formal en el seno de una Europa confederal con soberanías compartidas.
Un horizonte con dos vectores
El encuentro de estos dos vectores es letal para España. El vector de la integración continental ya nos ha privado de soberanía sobre nuestra moneda, sobre las grandes líneas de nuestra política financiera y arancelaria, sobre competencias muy concretas en el plano energético e industrial. En un proceso concomitante, nuestra política de defensa ya no es nuestra y nuestra política exterior, en sus rasgos fundamentales, tampoco. Visto desde la perspectiva de un separatista vasco o catalán, este camino sólo significa una cosa: que el poder de su enemigo, esto es, España, se ha debilitado de manera extraordinaria.
Fijemos ahora la atención en el otro vector, el de la descomposición nacional: el Estado transfiere a sus regiones competencias amplísimas en educación, sanidad, agricultura, turismo, orden público, cultura, comunicación… Sólo quedan cuatro grandes parcelas donde el Estado aún puede hacer valer su peso: la recaudación fiscal (el Tesoro), la Justicia, las grandes obras de infraestructuras y la caja de la seguridad social. Es aquí, en estas parcelas, donde concentran ahora sus aspiraciones los separatistas. Ganadas éstas, ¿qué peso real tendría ya el Estado frente a sus regiones? Realmente, ninguno. Y las regiones, convertidas en naciones por un referéndum de autodeterminación, podrían perfectamente entenderse con una superestructura europea cada vez más definida.
Este es el marco del gran plan. En ese mañana piensan quienes hoy hablan de referendos de autodeterminación. Nunca serán propiamente soberanos, ni lo pretenden; lo que pretenden es ser independientes de España, su tabú, tótem maléfico, aunque sea para depender de Bruselas. España podría impedirlo. Para ello tendría que presionar sobre los dos vectores: limitar el proceso de integración continental hasta donde sea posible, limitar el proceso de desintegración nacional hasta donde sea imprescindible. Hay sobrados instrumentos jurídico-políticos para hacerlo. Pero no sirven de nada si no hay voluntad política para aplicarlos. El actual Gobierno de España ya ha mostrado sus cartas: está dispuesto a acelerar el desmoronamiento a cambio de perpetuar la hegemonía de su partido. Ahora sería preciso que los ciudadanos de España hablaran. ¿Lo harán? Esa será la verdadera prueba de fuego.