Yo conocí, digo, a Gabriel Cisneros hace casi veinte años, en la redacción de ABC, donde los dos compartíamos mesa de editorialista: él en calidad de maestro aquilatado y yo, de discípulo no siempre aventajado. Sería 1989, tal vez. En el equipo de editorialistas, Gabriel representaba la posición de la derecha clásica –pero democrática- española: monárquica, católica, liberal en materia económica, un tanto centralista, celosa de la formalidad jurídica y del escrupuloso cumplimiento del Derecho. En aquellas mismas mesas había otras personas que no me dejarán mentir: Miguel García Posada, el crítico literario; Ignacio Sánchez Cámara, el joven catedrático orteguiano.
Desde entonces me he ido topando con Gabriel en distintos lugares: a veces, en los pasillos del PP; otras veces, en algún periódico o en alguna emisora de radio donde Cisneros venía a impartir doctrina. La palabra exacta es esa: doctrina, porque a una mentalidad jurídica como la suya le cuadra mal la palabra “opinión”. A mí su personalidad siempre me inspiró un gran respeto, además de la simpatía de quien ha compartido noches de cierre ante una rotativa. Y su posición en la historia política de España siempre me ha causado un enorme interés, porque Cisneros era el último puente entre la derecha actual y el régimen de Franco.
Digo que Cisneros era el último puente de la derecha actual con el franquismo porque ese ha sido exactamente su lugar. Él nunca lo ha ocultado y realmente es enojoso que esta circunstancia haya sido silenciada en la mayoría de los obituarios sobre su figura. ¿Acaso les parece de mal gusto a nuestros progresistas opinadores? Pero a él no se lo pareció nunca. Más aún: era precisamente el hecho de proceder del franquismo lo que dio un valor añadido a su presencia en la ponencia constitucional.
Gabriel Cisneros era un producto típico de la administración del régimen de Franco, de aquella meritocracia donde se escalaba por puntos, y no por maniobras de aparato de partido. Nacido en una ciudad de provincias (Tarazona, en Zaragoza) en 1940, había sido un joven brillantísimo y obstinado, de una familia como cualquier otra, que a fuerza de codos se había doctorado en Derecho y entró –por oposición- en el Cuerpo General Técnico de la Administración Civil del Estado, aquella burocracia con la que López Rodó consiguió convertir al Estado en una máquina eficiente, bastante justa y sumamente barata para los ciudadanos.
Su primer puesto oficial, como funcionario, fue una jefatura de sección en el Gabinete del Ministerio de Trabajo; un puesto técnico, burocrático, donde uno aprende cómo funciona de verdad la Administración. Estuvo allí cinco años, entre 1964 y1969, y como era un joven excepcionalmente brillante, dotado con el don de la elocuencia y con una formación jurídica notabilísima, se convirtió en el prototipo de candidato al ascenso político. En 1969 fue nombrado Delegado Nacional de la Juventud, con 29 años. Como el luego presidente Adolfo Suárez, que ya era procurador por Ávila (1967) y gobernador civil de Segovia (1968), antes de ser director general de RTVE en 1969, con 37 años. Como Rodolfo Martín Villa, que en ese mismo año de 1969 era nombrado secretario general de la Organización Sindical del régimen, con 35 años. Como Juan José Rosón, que había pasado de la secretaría general del SEU (el sindicato universitario) a ocupar puestos directivos en RTVE y en la agencia EFE antes de cumplir los cuarenta.
Esos eran los que luego serán llamados “azules”, los que provenían del “aparato” del Movimiento. Junto (y frente a) los notables de más edad que provenían de otros ámbitos, como Manuel Fraga, Fernando Suárez o Gonzalo Fernández de la Mora, aquella generación era la destinada a tomar el relevo del régimen de Franco y asegurar la continuidad del Estado. Podemos cargar al franquismo con todos los baldones que queramos, pero la calidad profesional y técnica de esa promoción es indiscutible.
Cisneros ocupó la Delegación Nacional de la Juventud hasta 1972. Su relieve público se había acentuado en los años inmediatamente anteriores con sus columnas en el diario Pueblo, que dieron salida a una vocación periodística aguda y persistente. En octubre de 1971, dentro de aquella misma ola de ascenso de los jóvenes “azules”, fue elegido consejero nacional del Movimiento por la provincia de Soria, adscrito a las comisiones de Educación y Ciencia y Presupuestos. Era el principio de una larga vida parlamentaria que se prolongaría de forma casi ininterrumpida durante la democracia. Al mismo tiempo, destacaba entre los “jóvenes reformistas” del régimen. Se cita su nombre entre los redactores del discurso con el que Arias Navarro, el 12 de febrero de 1974, anunció un importante programa de reformas.
Como otros de su generación, Gabriel Cisneros estuvo entre los que protagonizarían el paso del régimen de Franco al sistema democrático. Director general en el Ministerio de la Gobernación (Interior) en 1976, diputado por UCD en 1977, entró a formar parte del grupo que redactaría la Constitución de 1978. No sólo eso –que ya sería bastante-, sino que también integró las ponencias encargadas de estudiar el Estatuto vasco y algunas de las leyes clave del desarrollo constitucional. Aún no tenía cuarenta años. Cisneros era uno de los hombres esenciales de la nueva situación, y en eso pensaría seguramente la banda terrorista ETA cuando intentó secuestrarle en julio de 1979. Logró escapar, aunque se llevó un balazo. Entre los terroristas que intentaron matarle se ha citado siempre a Arnaldo Otegui. Después, Gabriel Cisneros continuará desempeñando cargos de importancia con el Gobierno de Calvo Sotelo.
Este es el momento en el que, desde mi punto de vista, queda ya definido cuál es el lugar histórico de Gabriel Cisneros: uno de los puentes entre los jóvenes reformistas del franquismo y la derecha democrática española. La posición de Cisneros, como la de sus compañeros de generación, no es fácil. Unos le reprocharán siempre el haber procedido del franquismo; otros, el haber traicionado a ese mismo franquismo. Bueno… Para entender la posición de la “promoción Cisneros” –que es, insisto, la misma de Adolfo Suárez o Martín Villa- hay que ponerse en la piel de un joven líder social en 1975: el sistema agoniza con el dictador, nada permite asegurar que sea posible prolongarlo, la sociedad ha cambiado más rápido que el sistema político, hay una necesidad palpable de abrir la mano, de adoptar formas “homologables” con la Europa democrática, y el sistema ya ha demostrado que no es capaz de generar esas formas por sí mismo. Entonces, ¿qué hacer? La marcha de las cosas, y especialmente la presión internacional, parece empujar a una apertura hacia las fuerzas de oposición al régimen, fuerzas bastante débiles, pero que dotan de un enorme eco a todas sus acciones. Al mismo tiempo, nadie ignora que esas fuerzas, justamente por su carácter minoritario, mantienen posiciones excesivamente radicales. Lo lógico era que la promoción más reformista del propio régimen tomara el mando, para tranquilizar a unos y otros. Eso fue la “transición.”
De las cosas que se hicieron mal entonces, Gabriel Cisneros ya habló muchas veces. Siempre ha sido verdad que la política es “el arte de lo posible”. Y en todo caso, si hay alguien que en todo este tiempo ha mantenido sus convicciones con bien fundamentada firmeza, ese ha sido Cisneros. Tras recalar en el minúsculo Partido Liberal de Segurado, terminó en Alianza Popular, como era absolutamente natural. Fue diputado con el Partido Popular de manera ininterrumpida hasta hoy.
Tenía sólo 67 años. Ahora, en su despedida, el presidente de las Cortes, Manuel Marín, ha elogiado su carácter dialogante y respetuoso. Es verdad.