La principal causa por la que estalló una guerra civil fue la estrategia revolucionaria de la izquierda. El Gobierno del Frente Popular estaba formado únicamente por la izquierda republicana moderada, pero la hegemonía parlamentaria dependía de fuerzas radicales: el PSOE y el PCE. Ese ala izquierda del Frente Popular ni era democrática ni creía en la legalidad. Había una fracción del PSOE, mayoritaria, alineada en torno a Largo Caballero, que desde tres años antes aspiraba abiertamente a implantar la dictadura del proletariado, bajo la sugestión de Moscú. Había un Partido Comunista que desde la revolución de 1934 –cuando aún era una fuerza minoritaria- se las arregló para tener un peso cada vez mayor en la estrategia política de la izquierda. Había también, extramuros del orden republicano, una enorme masa sindical anarquista, dirigida políticamente por los doctrinarios radicales de la FAI, que proclamaba (a tiros) la inminencia del comunismo libertario. La violencia de todas estas corrientes revolucionarias marcó a fuego los cinco meses de Gobierno del FP desde las elecciones de febrero hasta la sublevación de julio. Esa violencia ya había aparecido en los años republicanos con la revolución de 1934, con la creación de milicias en 1933, con las revueltas anarquistas de 1932 (y de antes y de después), con la quema de conventos de 1931. Tal es la realidad de la izquierda durante la II República.
2. La debilidad de las instituciones republicanas.
Frente a esa estrategia violenta, la II República fue incapaz de mantener la autoridad de sus instituciones. No hubo castigo para los incendiarios de conventos de 1931, ni para los líderes de la revolución de 1934 (porque pronto se los excarceló), ni para los agitadores de la “primavera trágica” de 1936. Cuando la República empleó la fuerza represiva, como contra los anarquistas en Casaviejas, lo hizo tarde y mal. El instrumento político para garantizar el orden, la Ley de Defensa de la República, se convirtió en una herramienta para castigar esencialmente a las derechas. Tras la victoria frentepopulista de 1936, los proyectos de la mayoría parlamentaria para purgar políticamente los tribunales terminaron por deshacer cualquier ilusión: la República no era un Estado, un aparato institucional, una instancia de arbitraje político, sino que era una simple cobertura formal de la voluntad de poder. El asesinato de Calvo Sotelo a manos de un comando policial socialista fue una gráfica expresión de dónde habían acabado las instituciones del Estado.
3. La ineptitud de las derechas.
Las derechas, que desde la misma implantación de la II República se vieron condenadas a un lugar subalterno, tuvieron la oportunidad de enmendar las cosas y no lo hicieron. Primero, por su división entre la “derecha de la situación”, es decir, la que había traído la República (Maura, Alcalá Zamora, etc.), y la “derecha de la resistencia”, es decir, la que partía de una base social e ideológica de desafección hacia las instituciones republicanas. Después, porque su victoria electoral de 1933 se vio brutalmente adulterada: al partido vencedor –la CEDA de Gil Robles- no se le dejó gobernar por la voluntad de los que habían perdido. De ahí surgió una derecha inepta, la de Lerroux, más interesada por mantener los privilegios de su clientela que por buscar vías de reforma política y social. Bastará un solo ejemplo: la reforma agraria era una necesidad objetiva; la izquierda fracasó en su aplicación durante el primer bienio; la derecha, en vez de mejorarla, la frustró; no lo hizo la derecha de verdad, la de Gil Robles, que sí quería una reforma agraria (aunque distinta a la de la izquierda), sino que quien frustró la reforma fue la derecha que la izquierda puso ahí, es decir, la de Lerroux. Así el sectarismo de unos alimentó la ineptitud de los otros y multiplicó la gravedad del problema. En líneas generales, la actitud de las derechas durante la II República estuvo afrentosamente subordinada a los intereses de unas clases pudientes –industriales y terratenientes- que no habían entendido la necesidad de construir una nación. No fue por azar si en aquellos años pudo nacer algo como la Falange, que vino de la derecha para denunciar las insuficiencias de la derecha. También se entiende que Franco, después de la victoria, prescindiera de la mayor parte de los políticos de la derecha.
4. El enardecimiento de las masas por la propaganda.
El 18 de julio no fue sólo la fecha de una sublevación y el comienzo de una guerra; fue también el comienzo de una revolución, ejecutada en toda la España del Frente Popular por los comités de los partidos y sindicatos de izquierda. En la estela de esa revolución se alcanzaron cumbres de horror abominables, una política de exterminio que no se explica tanto por la ideología como por el odio. Semejante odio fue un ingrediente esencial de los años republicanos, y sin él resulta imposible entender la violencia de este periodo. ¿De dónde venía ese odio? Esencialmente, de una prensa política –tanto de izquierdas como de derechas, pero sobre todo de izquierdas- que no dudó ante la mentira deliberada para desatar las peores pasiones. Hay que releer con ojos de hoy la prensa sindicalista o comunista –o socialista- para entender hasta qué punto aquellas soflamas pudieron instilar en la gente un auténtico deseo de muerte. Sin el enardecimiento de las masas por la propaganda, la guerra jamás habría tenido lugar.
5. La cuestión religiosa.
Una cuestión decisiva durante los años republicanos fue la religiosa: el poder de la Iglesia en España. Desde 1930 había señalado Azaña el imperativo de acabar con la Corona, el Ejército y la Iglesia. La Iglesia se convirtió en el objetivo prioritario de la revolución; enseguida se convertiría en chivo expiatorio de la frustración republicana. Lo más notable es que la Iglesia, desde muy temprano, había decidido no plantear resistencia política a las instituciones de la República. Éstas, sin embargo, persistieron en su hostilidad ya no sólo hacia la Iglesia, sino hacia los católicos en general. El anticlericalismo republicano no era sólo una actitud ideológica: representaba el destierro político y civil de media España, y eso se hizo especialmente patente después de las elecciones de febrero de 1936. Sin esta “cuestión religiosa” tampoco puede entenderse el 18 de julio.
6. El fracaso del primer bienio.
Tal vez las cosas habrían sido de otro modo si en 1931 las izquierdas hubieran sabido aplicar un proyecto de Gobierno coherente y sólido. Había voluntad de reforma y había un clima social propicio. Pero no hubo las personas adecuadas, como Azaña diría después. El primer bienio republicano-socialista, con todo a su favor, fue especialmente inútil en la solución al problema social, que era el gran problema de España. Ni las reformas laborales ni, menos aún, la reforma agraria suscitaron otra cosa que frustración. Y eso aún empeoró las cosas, porque la frustración conduce automáticamente al despecho y a culpar al prójimo de las propias insuficiencias. Fracasado el primer asalto de la política reformista, todo lo demás ya fue de cabeza. Y de eso la culpa no la tuvo la derecha, sino la izquierda: la que estaba en el Gobierno, por incapacidad; la que estaba en la oposición, como los anarquistas, por su violencia, que fue un foco permanente de desestabilización.
7. La ausencia de un proyecto colectivo nacional.
El gran mal estuvo, probablemente, en la ausencia de un proyecto colectivo nacional. Desde muchos años antes se había identificado con claridad el problema nacional: clases sociales divididas, partidos políticos inconciliables, territorios enfrentados… Era el diagnóstico de Ortega como lo fue, después, el de José Antonio, y es difícil restarle validez. Frente a ese paisaje, ni las izquierdas ni las derechas supieron ofrecer otra cosa que alternativas radicales, programas de partido que forzosamente tenían que aumentar la división. La derecha, que no había sido capaz de ofrecer un proyecto colectivo nacional con la dictadura de Primo de Rivera, tampoco supo hacerlo en la República; la izquierda, obsesionada con la revolución jacobina en 1931, terminó obsesionada con la revolución proletaria en 1936. Esta estrechez de miras en los políticos españoles de la época es probablemente la mayor enfermedad de la II República. Es también una de las causas de que el 18 de julio fuera inevitable.
¿Y hoy? Hoy, mirar hacia atrás sin ira, pero con dolor. Al margen del juicio que cada cual pueda tener sobre la sublevación del 18 de julio, el hecho es que aquello fue el fruto de una deplorable suma de errores, ineptitudes y disparates. Hubo un 18 de julio porque España, antes, fue incapaz de hacer las cosas bien. Y esa es la lección que debemos aprender.