Rafael García Serrano, que amén de un gran escritor —Eugenio es lo mejor de la Guerra— era un bestia, sentenció al final de La gran esperanza que cuando un pueblo deja de ser joven de corazón, no se limita a morir: hace el ridículo. Esa es la sensación que tenemos hoy muchos en este corral ibérico, vulgo España. La cosa ya empezó a verse mal cuando una de las mejores cabezas de su tiempo, Unamuno, cometió el craso error, por mimetizarse con la muchedumbre que lo rodeaba, de tirarse a pecho descubierto por el despeñadero del «que inventen ellos».
Que inventen ellos, que nosotros estamos para otra cosa. Para estar de fiesta hasta la siete de la mañana, para lo lúbrico y para lo lúdico, para palmear y hacer paellas. Eso es lo que transmite, para oprobio de la España decente, el anuncio de Campofrío. El anuncio de la mortadela parece de factura extranjera, hecho con el único propósito de hundirnos un poco más en el barrizal de esa idea demoníaca del patrioterismo más miserable. Ese que con tanto acierto describe Julio Anguita cada vez que puede, comparándolo con el patriotismo; reconozcamos los méritos intelectuales del Califa Rojo, aunque sean escasos.
Lo extraño no es que haya anuncios de baja estofa e ideas degeneradas, sino que se presten a colaborar con la contaminación los personajes más carismáticos para el pueblo, los cómicos. Pero qué se puede esperar de una muchedumbre que se parte la caja con el Chiquito y las dos gemelas rubias. No se puede esperar nada. Si acaso, ese anuncio, esa masturbación: nos va mal, pero en realidad somos la leche porque nuestra vagueza la hermoseamos con carcajadas y pachangas. La mentalidad idiota del «más se perdió en Cuba y volvieron cantando». Se puede ser optimista y se puede ser un cafre que encubre con humoradas y verbenas los constantes fracasos derivados de la propia incompetencia y falta de dedicación.
Un fantasma recorre España: el del conformismo. Da la sensación de que España se ha quedado dormida en el sillón de su sala de estar, con la tele encendida y la estufa puesta. Como ya había conseguido lo que quería, o al menos había cambiado algo con eso de los comicios y la Constitución, se olvidaron de que la revolución siempre está pendiente, que la libertad no es un estado absoluto que se alcanza y en el que se puede retozar alegremente. No hace falta leer a Aristóteles, ni siquiera a Trotsky, para saberlo. Pero, repito, qué se puede esperar de una muchedumbre que, por huir de la meritocracia y del trabajo, no la quiere ni en el régimen laboral ni en la casta política. La primera misión de una futura reforma educativa debe pasar de manera ineludible por explicar bien el pasaje bíblico de la maldición del sudor en la frente.
Es lamentable ver un anuncio como el de Campofrío y darte cuenta del catetismo que hay. No hay que caer en el desagradable extremo de Sabina, el de los puag y los pedos, para saber que a esta España hay que pegarle dos guantazos en la cara para que espabile, para que se dé cuenta de en la que está metida y mire alrededor. El carácter español no es cocinar para tres y que coman quince, ni el sentido del humor soez, ni estar más en un bar que en el trabajo. El carácter español, el que yo conozco y del que me siento orgulloso, es romperse la espalda desde las siete de la mañana, es sacar adelante una familia sin tiempo y sin dinero, es que te toque la moral cruzarte a primera hora con europeos que vienen aquí a emborracharse porque es la única imagen que les hemos ofrecido, es romperte los cuernos para montar una empresa de primera categoría con la que dar trabajo y estrellarte una y otra vez con la burocracia y con la envidia.
Lo llamativo de estos parásitos es que acaban siendo los más nacionalistas. Dejó dicho Ángel Ganivet en Los trabajos del infatigable creador Pío Cid que «lo primero en el hombre es la dignidad; si no se puede vivir dignamente en este pueblo, váyase a otro, y luego a otro si es preciso; y si no encuentran en ningún pueblo trabajo y respeto, que es a lo menos a que tiene derecho el hombre, les queda aún el recurso de emigrar a otros países». Esta cita, que no está incluida en la famosa (y vergonzosa) antología que de su obra hizo mi tio abuelo Luis Rosales —a pesar de hacer la antología nunca se leyó la novela...—, es exactamente la idea contraria a la que se extrae del anuncio de mortadela.
Hay algo muy “nazi” (disculpen mi argumentum ad nazium, pero me contagio del humor de Campofrío) en regodearse en la indignidad de vivir en un lugar determinado y argüir que, para colmo, eso es mejor que tener que ir a otro sitio. Si fuera así, si la muchedumbre se creyera ese absurdo planteamiento, España se convertirá en un campo yermo, frío e inhóspito para las próximas generaciones. Por fortuna, los malos nunca ganan del todo. Aunque lo parezca.