La amenaza islamista sobre España (Al-Andalus) tiene una fundamentación histórico-teológica muy clara desde su punto de vista: España, o parte de ella, fue país musulmán durante un tiempo y después dejó de serlo; desde esa perspectiva, España es un país apóstata, es decir, alguien que ha abjurado de la verdadera fe, traición que merece el más severo de los castigos. Este reproche no es sólo cosa de gentes violentas y radicales: forma parte de la manera cabalmente fundamentalista de ver las cosas. Y el problema es que el islam, por su propia estructura doctrinal, que no separa la esfera de Dios y la esfera de los hombres, tiene una particular tendencia al fundamentalismo.
Lo que estamos viviendo hoy en Europa tiene todo el aspecto de una invasión cultural: un islam vivido de manera particularmente radical, que exige la aplicación de las normas coránicas a la vida civil, reivindica que los musulmanes residentes en Europa puedan vivir conforme a sus creencias. El problema es que esas creencias chocan violentamente con las de las sociedades europeas.
La larga marcha en las instituciones
El veteranísimo Arnaud de Borchgrave, editor de The Washington Post y director de la United Press Internacional, alerta desde Washington: las minorías musulmanas están creando en Europa una sociedad paralela con sus propias reglas, tolerada por la sociedad “oficial”. Estamos ante un proceso sostenido y consciente de penetración social y cultural. El primer paso es provocar que las instituciones funcionen a favor del islam. Borchgrave lo compara con la “larga marcha a través de las instituciones” promovida por el comunismo europeo tras la segunda guerra mundial: una vez dentro del sistema, es decir, una vez logrado que el sistema acepte la singularidad musulmana, llegará el momento de imponer la supremacía islámica. Por ejemplo, en el consejo municipal de Amberes (Bélgica) figuran ya fundamentalistas islámicos –por supuesto, ciudadanos belgas– que se desenvuelven sin la menor cortapisa.
Un objetivo fundamental de los musulmanes es conseguir que la justicia les reconozca su particular fuero. Esto está mucho más avanzado de lo que parece. El semanario alemán Der Spiegel cuenta el caso de una ciudadana alemana, marroquí de nacimiento, de 26 años, que acudió a los tribunales para solicitar el divorcio de su marido, musulmán, porque éste le infligía malos tratos. El tribunal le denegó el divorcio. La polémica en todo el país fue tremenda, pero la sentencia estaba dictada. En ella, la juez Christa Datz-Winter utilizaba el Corán –sura 4, versículo 34– para fundamentar su fallo: en la cultura musulmana el marido tiene derecho a usar el castigo corporal contra una mujer desobediente y establecer la superioridad del marido sobre la esposa. La clave no está en la violencia física, sino en el hecho de que se acepte que el musulmán, por serlo, tiene derecho a una interpretación singular de la ley. Según explicaba Der Spiegel, algunos jueces progresistas consideran que el pertenecer a la cultura musulmana es, en este caso, una circunstancia atenuante. “De una sola vez –dice el semanario– los musulmanes alemanes han arrancado un pedazo de los fundamentos legales de la civilización occidental.” La juez Datz-Winter fue finalmente retirada del caso. Sin embargo, el punto débil del sistema ha quedado al descubierto.
Un enfoque semejante se ha extendido a otros ámbitos de la vida cotidiana. Por ejemplo, al campo de los seguros. El ministro de Asuntos Exteriores señalaba a las agencias de seguros en 2004: “La poligamia debe ser reconocida si es legal según las reglas del país natal del asegurado”. Así los musulmanes pueden añadir mujeres adicionales en sus pólizas de seguros sin tener que pagar un extra. Otro ejemplo: en la jerga legal alemana, y para no herir susceptibilidades de carácter socio-religioso, cuando un musulmán comete un asesinato nunca se emplea ese término, sino el de homicidio. Los casos de este tipo son incontables: los musulmanes pueden negarse a que sus hijos reciban lecciones de natación en las escuelas públicas, en las plantas industriales se reconoce el horario de oración de los trabajadores musulmanes…
Esto ya no es multiculturalismo, sino, más bien, una progresiva penetración de la sharia, la ley islámica, en las leyes europeas. “Desde la ciudad británica de Leeds hasta Livorno en Italia –escribe Borchgrave– y desde Luxemburgo a Ljubljana en Eslovenia, el multiculturalismo no existe. Las arenas movedizas son el único terreno en común entre los valores occidentales y el militante fundamentalista musulmán.”
Un problema de identidad (europea)
La pregunta es cómo está siendo posible esta expansión, es decir, por qué Europa parece incapaz de ponerle freno. La respuesta, por políticamente incorrecta que resulte, es que los europeos no creen realmente en la validez de sus propias normas y tienden a pensar que el musulmán tiene derecho a su forma particular de ver las cosas. Estamos en el horizonte del relativismo y de la diversidad cultural. Ahora bien, el musulmán no cree en la diversidad cultural: aprovecha la tolerancia ajena, pero no paga con la misma moneda.
“Los conservadores –escribe Borchgrave– ven la ilusión multicultural de las recientes décadas como ingenua. Los islamistas no están interesados en la diversidad cultural. El culto europeo de la contemporización ha dado libertad a los imanes radicales, cuya única meta es islamizar la Europa cristiana. El terreno es fértil. Sólo un 20% de la Europa cristiana va a la Iglesia los domingos, mientras que las mezquitas están a rebosar de fieles los viernes, donde los sermones son consignas políticas para los valientes yihadistas de Irak y Afganistán.”
Lo que Borchgrave escribe para Alemania vale también para muchos otros países europeos. En España, los ayuntamientos, en nombre de la “diversidad cultural”, se jactan de ofrecer ventajas a las comunidades islámicas para edificar sus mezquitas, incluso con situaciones de flagrante injusticia como la de Los Bermejales, en Sevilla. Recientemente se ha vivido un caso similar en Badalona. Por el contrario, no hay gobierno municipal de carácter “progresista” que no exhiba como mérito su hostilidad a la Iglesia católica.
Pero la propia Iglesia parece no ver con claridad el problema, al menos a pie de calle. Son numerosos los casos de iglesias europeas –católicas o protestantes– que han ofrecido sus inmuebles a inmigrantes musulmanes ilegales, donde éstos pueden establecerse mientras los abogados de la comunidad islámica mueven sus “papeles”. Un periódico belga escribe: “Mientras la Europa occidental se convierte en musulmana, sus iglesias cristianas se suicidan”.
Volviendo a España, el diario ABC desvelaba recientemente la operación de Arabia Saudita para adquirir colegios privados, especialmente en Madrid, y dedicarlos a la enseñanza islámica. Las protestas de los padres, alertados por la información periodística, han detenido algunas de estas operaciones, pero la estrategia es evidente: lo mismo se ha visto en distintas localidades de la Costa del Sol durante los últimos años. Por el contrario, en Arabia Saudita, principal promotora de esta estrategia, no se permite una sola iglesia cristiana: la rígida ortodoxia wahabista de ese país prohíbe cualquier principio de reciprocidad.
La Europa unida acoge en este momento a veinte millones de musulmanes; en dos décadas, la cifra se habrá duplicado. El Papa Benedicto XVI declaraba recientemente: “Desafortunadamente, uno debe saber que Europa está caminando por una carretera que le puede llevar a su desaparición”. Der Spiegel recoge una declaración del abogado berlinés Seyran Ates: “En toda Europa nos encontramos ante una encrucijada de caminos. ¿Permitimos las estructuras que llevan directamente a la creación de una sociedad paralela, o exigimos que los inmigrantes asimilen el Estado democrático constitucional?”. Es el mismo debate que se planteó en Francia a propósito del chador, el velo que las muchachas musulmanas querían llevar en las escuelas. El problema de fondo no estaba en el velo, sino en todo lo demás.