ANTONIO MARTÍNEZ
Ahora que José Luis Rodríguez Zapatero acaba de ganar sus segundas elecciones y sabemos que, si Dios no lo remedia, lo tendremos como presidente del Gobierno al menos cuatro años más, puede ser oportuno echar la mirada atrás y, a la vista de sus actos, preguntarnos qué tipo de hombre es el político que tiene en sus manos el timón de nuestro país. Una retrospectiva especialmente necesaria por la naturaleza en cierto sentido enigmática del actual líder del PSOE, que hizo que, en su momento, Time lo calificara como “político zen”.
En primer lugar, debe tenerse clara una clave esencial para interpretar correctamente la conducta de Zapatero: que, por dentro, Zapatero es un adolescente, una persona que, en el devenir de su evolución psicológica, se ha quedado anclado en la adolescencia. Lo cual es, a la vez, positivo y negativo. Por un lado, le confiere –a ojos de muchos- el encanto del idealismo que aún cree en las utopías, rara cualidad en una época escéptica que ha desacreditado tantos antiguos ideales; pero, por otro, ese carácter adolescente le lastra con los defectos típicos de una etapa vital caracterizada por su constitutiva inmadurez: ingenuidad temeraria, ausencia de una visión suficientemente realista de las situaciones, defectuoso sentido de la responsabilidad, narcisismo –“el centro del mundo soy yo”-, sentimiento de omnipotencia –“yo puedo cambiar el mundo”: Alianza de Civilizaciones-, etc. Zapatero, político adolescente, se siente llamado no a una gestión prudente de los asuntos públicos, sino a la realización de una misión trascendental: hacer avanzar, en España y en todo el mundo si le dejan, una cierta idea de “libertad”. No en vano –recordemos-, en cierta ocasión pronunció, con aires de profeta, aquella reveladora frase que rezaba: “No es la verdad la que nos hará libres, sino la libertad la que nos hará verdaderos”. Es decir, una inversión radical del mensaje evangélico. El Dios cristiano dice: “No puede haber auténtica libertad fuera de la verdad”. Pero el visionario Zapatero se atreve a enmendarle la plana.
José Luis Rodríguez Zapatero pertenece a ese tipo de adolescentes “buenos chicos”, no muy talentosos pero aplicados, a veces un poco ridículos, que, víctimas de sus secretas veleidades literarias, un día te sueltan un poema de lo más cursi sobre la vida o sobre el amor, y creen de buena fe que lo que han parido es una cosa de mérito. Zapatero, de adolescente, leía con fruición a Borges, y lo sigue haciendo: no le entiende nada, pero la atmósfera metafísica de sus cuentos lo sume en una cavilaciones que lo dejan medio turulato y hace que también él se sienta “muy filosófico”. Ahora bien: tanta literatura filosófica y tanta poesía –pues Zapatero, como ser sensible que es, lee a los poetas- no parecen haber sido suficientes para cocer como es debido el cerebro de nuestro presi, ya que, al menos entre quienes tienen dos dedos de frente, existe desde hace años un consenso generalizado en que a Zapatero, como suele decirse, “le falta un hervor”. Pues, en efecto, sus meteduras de pata, reacciones sorprendentes, declaraciones extemporáneas, lapsus verbales, etc., ya casi se han convertido en un género periodístico, y darían para componer un grueso tomo recopilatorio (lanzamos la idea para Youtube: “Tonterías de Zapatero” o “Zapatero Mix”). Ciertamente, ahí está siempre, al quite, la señora De La Vega para justificar, corregir, interpretar o aclarar las majaderías de su jefe; pero lo dicho, dicho queda, de modo que no sin razón se ha comparado a Zapatero con Mister Bean: más allá del parecido fisionómico –evidente-, es que existe también una innegable similitud de caletre y de funcionamiento cerebral.
Descubriendo a un hombre que no es normal
Personalmente, la primera vez que me di cuenta de que Zapatero no era una persona normal fue cuando, aún candidato, allá por el 2001 ó 2002, durante la presentación de cierto libro en la que le acompañaba Felipe González, éste se permitió decir, de una manera absolutamente despreciativa, que estaba por ver si Zapatero y su joven equipo “realmente tenían ideas”. ¿Cuál fue la reacción del nuevo secretario general socialista? Cualquier persona con un mínimo de dignidad habría respondido con un cierto brío a tamaña falta de respeto. Pero Zapatero no. ¿Qué hizo? Sonreír, nada más que sonreír. Esconderse tras esa sonrisa vacía detrás de la cual –lo ha demostrado sobradamente- no hay nada: ni un pensamiento, ni una idea, ni un sentimiento cálido y valioso, sino sólo un optimismo hueco y la retadora insolencia de quien, adolescente temerario, confía en que, pase lo que pase, las cosas siempre le van a salir bien. Felipe González, hombre de flexible cintura dialéctica y sobradas tablas políticas, por aquel entonces no podía evitar pensar: “Mira que haber elegido líder del PSOE a este pavo… No resiste la menor comparación conmigo. Subido a la tribuna parlamentaria, a este pazguato me lo merendaba yo en cinco minutos”. Lo mismo pensaban Alfonso Guerra, Joaquín Leguina y muchos otros. Y, por cierto, no erraban en esta apreciación.
Ahora bien: el mundo da muchas vueltas y Zapatero, amparado en su baraka –pues, contra quienes lo tildan de gafe, Zapatero es de esas personas que “tienen buena suerte”: tal vez porque la justicia cósmica compensa de este modo su ausencia de otras cualidades-; amparado en su baraka, decimos, contra todo pronóstico y 11-M mediante, ganó las elecciones del 2004 y pudo ponerse a gobernar y demostrar todo lo que lleva dentro. Tras cuatro años de recorrido gubernamental, disponemos de material más que suficiente para juzgarle. Ya es posible consignar, aun en apretada síntesis, las características más destacables que, a la vista de su conducta pública, adornan a nuestro presidente.
Póxima entrega: “Los nueve pecados capitales de nuestro presidente (y me dejo alguno)”.