JOSÉ JAVIER ESPARZA
La muerte de Leopoldo Calvo Sotelo, presidente del Gobierno entre febrero de 1981 y diciembre de 1982, ha llenado las páginas de los medios de comunicación de oraciones fúnebres, algunas sinceras, otras hipócritas. Se ha hablado de él como de un héroe de nuestra democracia. Bueno: así será, si así se desea. Pero en el panegírico se está olvidando deliberadamente el único dato que realmente explica quién era Leopoldo Calvo Sotelo: un hijo de la meritocracia franquista.
Fue presidente del Gobierno de la España democrática, es verdad. Antes había sido vicepresidente económico, ministro para las relaciones con la CEE y ministro de Obras Públicas con Suárez. Aún antes, ministro de Comercio con el gabinete de Arias Navarro, primero de la monarquía reinstaurada. Y antes todavía, procurador en las Cortes de Franco por el tercio sindical como representante de la industria química (1971-1975), consejero delegado de Explosivos Riotinto, presidente de RENFE (1967-1970)… Era ingeniero de Caminos. Se había doctorado en la Politécnica. Había militado en las Juventudes Monárquicas, en los Propagandistas cristianos, en el SEU falangista. Leopoldo Calvo Sotelo era un hijo de franquismo. En el mejor de los sentidos. Porque también en esto hay un sentido “mejor”.
Hubo tres franquismos, por lo menos. El franquismo del Soldado, hijo de la guerra civil; el franquismo del Misionero, nacido del fuerte aliento religioso del régimen, y el franquismo del desarrollista, crecido al calor del despegue económico e industrial. Este último franquismo, el del desarrollista, tuvo un sueño: dotar a España de una elite de hombres severos y justos, caballeros cristianos, de excelente formación técnica y moralidad romana, capaces de dirigir el país con ese criterio entre autoritario y paternalista que caracterizó a los últimos quince años del régimen. Era la España que Fernández de la Mora teorizó bajo la fórmula del “Estado de obras”. Y no se trataba sólo de economía: López Rodó hizo una ley de la Función Pública que garantizó –por primera vez en nuestra historia- la implantación de una burocracia del Estado eficiente, reducida, técnicamente experta y sometida a la ley. Era la España de la meritocracia: el poder del mérito.
A partir de los últimos años cincuenta y primeros sesenta, las grandes personalidades de la vida pública –esa gente que ocupaba ministerios, direcciones generales o la presidencia de empresas públicas- eran opositores con excelente calificación. El tipo humano que se proponía a la sociedad como modelo de jefe era ese señor estudioso y tenaz, con frecuencia antipático, pero fiable, con gafas de pasta y trajes de rigor escurialense. No era, probablemente, el tipo humano adecuado para la España del bikini y el turismo masivo, Massiel y los concursos de la tele; sin embargo, era el tipo humano que había construido precisamente ese mundo. El franquismo había criado a una elite que estaba cambiando el país; en ese país, curiosamente, pronto dejaría de caber esa misma elite.
Hoy está prohibido hablar bien del franquismo, destacar el menor aspecto positivo del antiguo régimen. Hay que acabar con eso, porque es mentira. El franquismo creó un sistema político incapaz de regenerarse, y hoy, seguramente, se nos haría insoportable vivir bajo un sistema igual; pero, en otros terrenos, el régimen de Franco tiene bastantes cosas que enseñarnos. Por ejemplo, no fue un régimen más corrupto que la actual democracia, al revés (veinte años de rigurosa investigación del nuevo régimen sobre los prohombres del régimen anterior no descubrieron el menor indicio de corrupción institucionalizada en la elite del poder). Del mismo modo, fue un sistema menos burocratizado que el actual (compárese el número de viejos funcionarios del Estado con el actual sistema de administraciones central, autonómica y municipal). Y sobre todo, fue un régimen que, con todas las reservas de tipo ideológico, normalmente promovió a los mejores, a los que habían demostrado aptitudes superiores en el estudio o en el trabajo. De esto último andamos hoy particularmente ayunos: no hay más que leer los currículos de los ministros del actual gabinete.
Esta generación última del franquismo, los hijos de la meritocracia, quedaron generalmente marginados en el nuevo sistema. Algunos de ellos todavía se sentaron en los consejos de ministros de la UCD; otros, en los bancos de la oposición de la vieja AP (empezando por el propio Fraga). Pero la mayoría fueron dejados de lado en un país que empezó a privilegiar, para la vida pública, al joven, al simpático, al “PNN” (como se decía de los ministros de Suárez) y, después, simplemente al demagogo de partido, al “trepa” de aparato, al profesional del voto. Calvo Sotelo no era el último mohicano, pero sí uno de los últimos representantes de una España en extinción.