El papel del Rey frente a Chávez, a debate
Las razones del Rey y un “toque de silencio”
Rafael Ibáñez Hernández
13 de noviembre de 2007
Lo sucedido durante la última Cumbre Iberoamericana pasará al anecdotario de la diplomacia española, como el ya histórico enfrentamiento —igualmente televisado— entre un joven Fidel Castro y el embajador de España en Cuba. En la noche del 20 de enero de 1960 —apenas había transcurrido un año desde el derrocamiento de Batista—, el embajador Juan Pablo de Lojendio, convaleciente de enfermedad, seguía desde su residencia la retransmisión de una entrevista al dirigente cubano. Ante las acusaciones que éste vertía contra la embajada española en La Habana, Lojendio se personó en la emisora Telemundo, irrumpió en el estudio y logró que las cámaras recogieran su recriminación a un Fidel Castro sorpresivamente aturdido.
Rafael Ibáñez Hernández
Como consecuencia de aquel incidente, las relaciones diplomáticas hispano-cubanas vieron descendido su nivel diplomático al de encargado de negocios durante quince años —Franco ordenó expresamente que no se rompieran las relaciones—, hasta que en 1975 la visita del ministro Nemesio Fernández-Cuesta a la isla caribeña restableciera la normalidad diplomática. La España de Franco fue capaz así de afianzar su posición en la entonces convulsa Hispanoamérica, resistiéndose al mismo tiempo a los embates del emergente comunismo caribeño y las presiones norteamericanas en plena Guerra Fría.
Durante la reunión celebrada estos días en Chile han sucedido dos hechos que han puesto a prueba el papel de la diplomacia española, y muy especialmente el del Rey —principal embajador de España ante las naciones hermanas—, en el continente americano: de una parte, el enconamiento del conflicto argentino-uruguayo por la factoría de celulosa de Fray Bentos; de otra, la reacción del presidente Rodríguez Z. y don Juan Carlos ante las invectivas de Chávez y Ortega contra las empresas españolas y el ex-presidente Aznar. En el primer caso, el papel de “facilitador” —menos comprometido que el de “negociador” o “intermediario”— desempeñado durante el último año por el Rey con autorización gubernamental a petición del mandatario argentino ha sido ninguneado por el dirigente uruguayo, quien tomando en estos momentos unilateralmente la decisión de poner en marcha la factoría —que, sin duda alguna, afectará a las aguas del estuario de La Plata— ha dejado al descubierto el nulo valor resolutivo de estas Cumbres y el escaso crédito de la diplomacia “real”, desordenadamente dilapidado en los últimos tiempos. Pero los incidentes que conforman el segundo caso merecen mayor atención.
No es cuestión de defender la política internacional y diplomática de los gabinetes de José María Aznar, cuyos méritos y sombras son de todos conocidos. Pero lo cierto es que Hugo Chávez debería saber que una Cumbre de Jefes de Estado no es un arengatorio para enardecer a las masas, sino un foro diplomático en el que las formas son tan importantes como el mensaje mismo. Independientemente de lo ajustadas a la realidad que estén sus acusaciones contra Aznar, de quien dice que intervino en el intento de golpe de Estado de 2002, el antiguo militar golpista venezolano no parece ser precisamente el mejor maestro de comportamiento democrático. Ni siquiera se percata de que su populismo de corte aparentemente revolucionario le invalida para acusar a nadie de fascista, aunque esto ya no nos sorprende tanto porque ante los adversarios, antes o después, todos somos fascistas. Más grave aún: Chávez es un maleducado que osa interrumpir a un Jefe de Gobierno extranjero mientras hace uso de la palabra en un tercer país.
Las razones del Rey
En ese momento, Rodríguez Z. pedía respeto para su predecesor —el mismo al que insulta en España—, fuera por un sincero ánimo de caballerosidad o porque las próximas elecciones generales tienen fecha cercana. Al ser interrumpido el político español por el mandatario venezolano, don Juan Carlos —acaso molesto por haber sido apeado del pedestal al que se alza anualmente en estas reuniones— dejó a un lado la flema diplomática para espetarle a Chávez un “¿Por qué no te callas?”, intempestivo pero sin duda más fraternal que la censura impuesta por el democrático Chávez en su país. Esta reacción —refrendada con el abandono de la reunión plenaria cuando el nicaragüense Ortega arremetía contra las empresas españolas— ha sido recogida en todos los medios nacionales, que —tras las campañas republicanas de los últimos meses— la han colocado en el mismo plato de la balanza que los recientes baños en multitudes de Ceuta y Melilla, de los que tan necesitado parecía estar el Rey.
A la vista de lo sucedido, y teniendo presente el diferente grado de compenetración de la Casa Real con los diferentes Gobiernos desde la Transición —al parecer, las relaciones son siempre más estrechas y cálidas cuando habita el Palacio de La Moncloa un socialista—, me pregunto si la reacción del Monarca no fue tanto en defensa de la imagen internacional del anterior Presidente del Gobierno como de la del actual. ¿No cabría considerar que lo que le molestó no fueron tanto las imprecaciones de Chávez como el hecho de que interrumpiese a Rodríguez Z.?
Antes de echar las campanas al vuelo, los valedores del Rey deberían analizar sin apasionamiento esta posibilidad, así como también otros datos que no se deben soslayar. Entre éstos, por ejemplo, que el Monarca reiteró su displicencia al abandonar nuevamente el plenario antes de la interpretación del himno nacional de Chile —país anfitrión—, en un gesto acaso de protesta por la escasamente enérgica participación de la mandataria chilena en estos sucesos, lo que nos recuerda la “sentada” de Rodríguez Z. ante la bandera estadounidense de hace unos años, algo tan perjudicial como innecesario. A estas alturas de la representación, poco importa si la actitud del Monarca fue acertada o no —a mí me parece más bien lo segundo, antes por tibia que por enérgica—; más importantes son las verdaderas razones que lo impulsaron a comportarse de tal manera.
Y si es cierto que la reacción de don Juan Carlos guarda relación con la defensa de la figura del ex-presidente por el mero hecho de serlo, ¿cabe esperar que cumpla su palabra y reaccione de idéntica manera cuando alguien hable mal de Franco en su presencia, algo que no estaba dispuesto a consentir, según manifestó a un amigo de la nobleza, a cuyo entierro —por cierto— no asistió?
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