Un enemigo para unir a los americanos

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Como casi todos los lectores de EL MANIFIESTO, sigo con atención lo que se publica respecto de la guerra de Ucrania, el conflicto extranjero que nos es menos ajeno desde que acabó la Segunda Guerra Mundial. Mi propósito no es detenerme en los detalles del desarrollo de la contienda, cuya información está sometida a la acción de la propaganda. Es sabido que cualquier conflicto armado se despliega sobre dos terrenos de juego superpuestos: el propio del campo de batalla y el de la propaganda. El segundo casi tan importante como el primero. De hecho, en las guerras sucede lo que sucede y lo único que cuenta es el resultado final, pues el vencedor es quien escribe la historia (que no es más que el ejercicio de esa misma propaganda a posteriori).

Esta contienda me ha dado muy mala espina desde el principio, por sus muchos efectos adversos y perversos. La gente habla de la inflación, del incremento del precio de la energía, de las restricciones que nos van a imponer a los europeos con la excusa de la guerra, y de otras cosas más o menos evidentes y que nos está tocando sufrir, como si fueran únicamente consecuencia de la invasión de Ucrania por parte de Rusia. No es éste el lugar para examinar las causas de la sanchezflación o la subida del precio del gas y la electricidad. Remito al lector a las publicaciones económicas no torticeras y a los informes financieros que elaboran las consultoras especializadas para sus clientes, en los que se escribe con mucha más veracidad que en la mayoría de los periódicos (que no publican más que propaganda)[1].

En verdad, se trata de efectos muy adversos que nos van a hacer pasarlo muy mal en el corto y en el medio plazo, y que, sin duda, contribuirán al incremento de la inestabilidad social y política que se nos viene encima (en Europa). Esta última es la parte que más me interesa, pues mi análisis es estrictamente político.

Muchos se van a enfadar cuando lo lean, pero pienso que Putin se equivocó crasamente al consentir que este conflicto se desencadenara de manera manifiesta. Digo manifiesta porque se venía gestando desde mucho antes de que Rusia invadiera Ucrania. No lo escribió Sun Tzu, aunque digo algo que conoce hasta el peor jugador de ajedrez: nadie debería responder nunca a las expectativas, ni menos a los deseos, de su peor enemigo.  

Cuando tu enemigo pretende que hagas una cosa, tu comportamiento debería ser el contrario del esperado. Biden necesitaba una guerra, y entre Rusia y China, el primer candidato que se lo puso fácil fue Rusia. Lo peor del asunto es que la sigue necesitando y posiblemente no se conforme con que sea a pequeña escala y prefiera que la contienda suba de nivel. De momento, la venta de armas y las exportaciones de gas licuado, por parte de Estados Unidos, se han incrementado notablemente, aunque lo que busca Biden, sobre todo, como expondré a continuación, es el rédito político.

La mayoría de los presidentes estadounidenses (más todavía los demócratas) son unos grandes señores de la guerra. Salvo Trump, todos han tenido la suya propia. Están muy seguros de que, por su posición geográfica —y por sus manipulaciones—, los conflictos armados sucederán sobre territorio extranjero. Su imperialismo económico y militar se funda en tales guerras. Como es sabido, la Segunda Guerra Mundial fue la que convirtió a Estados Unidos de Norteamérica en el imperio cuyo declive ahora se intenta evitar.

Los demócratas tienen a la vista unas elecciones de mid-term (medio mandato), el próximo 8 de noviembre, con la población estadounidense muy dividida. Sus causas son diversas, pero una de ellas tiene que ver con la manera en que se proclamó presidente Joe Biden, tras un recuento electoral sobre el que se proyectan muchas sombras, y cuyo resultado discute una buena parte de la población estadounidense. No me olvido de que antes hubo movimientos como Blacks Lives Matter, y otros afines, que se dedicaron a caldear el ambiente. No obstante, empezara como empezase, la polarización es uno de los mayores problemas a los que debe hacer frente la administración Biden

La historia, la teoría política y la psicología social aconsejan que, para juntar un pueblo, la mejor medicina que existe es buscarle un enemigo exterior. La torpeza de Putin, más o menos forzada, en mi opinión, ha consistido en no haberse dado cuenta de cuáles eran las intenciones de su peor enemigo —que es Biden— o, al menos, en haberlas subestimado.

Otro de los efectos perversos de esta guerra es que ha conseguido dividir a un sector ideológico que, hasta cierto punto, a pesar de los matices, parecía bastante cohesionado. Me refiero al de los conservadores. Desde el comienzo de la invasión de Ucrania, en el movimiento conservador internacional es posible distinguir, con claridad, dos posiciones: la de quienes están en contra de la invasión y la de los que dan a la razón a Putin.

La primera se apoya en la idea de soberanía de las naciones. Desde este punto de vista, Ucrania es una nación y, por consiguiente, sus fronteras debieron ser respetadas. Esta es una postura muy potente y con un elevado poder de convicción. La segunda en la de que Rusia es una de las pocas naciones que plantea una alternativa patriótica frente al globalismo y la corrección política hegemónicos, que se extienden, por toda Europa, desde Estados Unidos. Desconozco las razones intimas que condujeron a Putin a adoptar la decisión que tomó en febrero de este año; pero dudo mucho que tuviera en cuenta cómo iba a afectar a la simpatía que muchos conservadores le tenían antes de iniciarse la invasión. Según parece, su concepto de Rusia está por encima de todo. Como he dicho, pienso que se equivocó; pero, además, considero que, aunque tuviera razones muy poderosas, no era el momento.

Desde que Putin picó el anzuelo, Biden tomó la decisión de no soltar su presa. Desconozco cuales son las últimas intenciones del presidente norteamericano. No obstante, de una cosa estoy seguro: tenemos guerra, como mínimo, hasta el 8 de noviembre y, en función de cuál sea el resultado de las elecciones legislativas de Estados Unidos, y sobre todo de cómo se lo tome el Partido Demócrata, la guerra cambiará.

[1] La propaganda ha sustituido a la publicidad, en cuanto a las fuentes de financiación de los medios de comunicación. La pandemia supuso la culminación de un proceso irreversible que, con coronavirus o sin él, se ha quedado entre nosotros.

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