Los bolcheviques no pudieron con ella. De las cenizas del oropel soviético renació, como el oro de los alquimistas, la Nueva Roma de Dostoievski y Tolstoi, la mística de los maestros cantores del alma rusa, la sagrada misión y sublime decisión de erigirse en salvadora del mundo occidental frente a los embates del multiculturalismo que disuelve en engrudo todas las culturas, del relativismo que degrada la verdad ética y la excelencia estética, del buenismo que conduce al entreguismo, de la globalización que convierte en paletos a los cosmopolitas, del estado de bienestar que transforma en peleles invertebrados a los que maman de él, de la Europa sin atributos que baila al son del flautín de la Casa Blanca y, por supuesto, de la barbarie de la yihad. Cuando Hitler invadió Polonia no había en la Europa democrática ni un solo estadista que mereciera ese nombre. Todos eran Chamberlain. Luego llegarían Churchill y De Gaulle, pero para eso fue necesario que la cruz gamada ondease en los Campos Elíseos. Hoy, frente al Isis, estamos en las mismas. Todos los políticos, menos uno, son Chamberlain. El único estadista que queda en el mundo se llama Putin. Por eso lo demonizan, por eso lo calumnian, por eso le atribuyen los crímenes que los demás cometen, por eso han orquestado contra él una de las mayores campañas publicitarias que la historia universal ha conocido, superada sólo en cuantía de inversión oligárquica y en lavado colectivo de cerebros por la que condujo al despacho oval a un fantoche llamado Obama. La agresión perpetrada por Turquía y avalada por la OTAN y el Pentágono contra el caza ruso es una declaración de guerra que sólo beneficia al Isis, a sus marcas blancas (o negras) en cuatro continentes y al proyecto de que el imperio otomano vuelva a ser hegemónico en el Islam. Ayer hubo varias manifestaciones buenistas de tontos útiles arrodillados frente a las bocas de los kaláshnikov que los acribillarán. Todos eran Chamberlain. Les dicen sus rabadanes, y ellos los creen, que es la hora de los políticos. Mentira. Es la hora de los militares. Es la hora de releer a Spengler. Es la hora de recordar que cuando la civilización está en peligro, es un pelotón de soldados quien la salva. Es la hora de Putin. Es la hora de la Santa Rusia. Menos mal que nos queda Moscú, pues quizá, gracias a eso, también nos quede París.
Santa Rusia
Los bolcheviques no pudieron con ella. De las cenizas del oropel soviético renació, como el oro de los alquimistas, la Nueva Roma de Dostoievski y Tolstoi, la mística de los maestros cantores del alma rusa, la sagrada misión y sublime decisión de erigirse en salvadora del mundo occidental.
Los bolcheviques no pudieron con ella. De las cenizas del oropel soviético renació, como el oro de los alquimistas, la Nueva Roma de Dostoievski y Tolstoi, la mística de los maestros cantores del alma rusa, la sagrada misión y sublime decisión de erigirse en salvadora del mundo occidental frente a los embates del multiculturalismo que disuelve en engrudo todas las culturas, del relativismo que degrada la verdad ética y la excelencia estética, del buenismo que conduce al entreguismo, de la globalización que convierte en paletos a los cosmopolitas, del estado de bienestar que transforma en peleles invertebrados a los que maman de él, de la Europa sin atributos que baila al son del flautín de la Casa Blanca y, por supuesto, de la barbarie de la yihad. Cuando Hitler invadió Polonia no había en la Europa democrática ni un solo estadista que mereciera ese nombre. Todos eran Chamberlain. Luego llegarían Churchill y De Gaulle, pero para eso fue necesario que la cruz gamada ondease en los Campos Elíseos. Hoy, frente al Isis, estamos en las mismas. Todos los políticos, menos uno, son Chamberlain. El único estadista que queda en el mundo se llama Putin. Por eso lo demonizan, por eso lo calumnian, por eso le atribuyen los crímenes que los demás cometen, por eso han orquestado contra él una de las mayores campañas publicitarias que la historia universal ha conocido, superada sólo en cuantía de inversión oligárquica y en lavado colectivo de cerebros por la que condujo al despacho oval a un fantoche llamado Obama. La agresión perpetrada por Turquía y avalada por la OTAN y el Pentágono contra el caza ruso es una declaración de guerra que sólo beneficia al Isis, a sus marcas blancas (o negras) en cuatro continentes y al proyecto de que el imperio otomano vuelva a ser hegemónico en el Islam. Ayer hubo varias manifestaciones buenistas de tontos útiles arrodillados frente a las bocas de los kaláshnikov que los acribillarán. Todos eran Chamberlain. Les dicen sus rabadanes, y ellos los creen, que es la hora de los políticos. Mentira. Es la hora de los militares. Es la hora de releer a Spengler. Es la hora de recordar que cuando la civilización está en peligro, es un pelotón de soldados quien la salva. Es la hora de Putin. Es la hora de la Santa Rusia. Menos mal que nos queda Moscú, pues quizá, gracias a eso, también nos quede París.
Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.
¿Te ha gustado el artículo?
Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.
Quiero colaborar