"El desembarco": impresionante

La novela que España no se atreve a leer

A este libro siempre le ha pasado lo mismo. Es como un petardo en la terraza de un bar: todo el mundo se queda en silencio, mirando, sin valor para acercarse. Se llama El desembarco. Es una novela. Su autor es Jean Raspail. Se publicó por primera vez en 1973 como Le Camp des Saints. Desde entonces se ha traducido a quince idiomas. En todo este tiempo, la novela de Raspail no ha hecho sino ganar actualidad y urgencia. ¿Qué cuenta? Esto: una noche, en las costas del sur de Francia, encallan cien barcos en calamitoso estado. A bordo viaja un millón de inmigrantes. Son la vanguardia del Tercer Mundo que se refugia en Occidente en busca de esperanza. O sea, nuestra historia.

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JOSÉ JAVIER ESPARZA
 
Es asombroso que esta novela tenga más de treinta años. No sólo por su capacidad profética respecto a los acontecimientos que narra, sino, sobre todo, por su profundidad a la hora de interpretar el estado del alma occidental. La tesis es tan simple como enorme: un millón de desarrapados hindúes, enfermos y miserables, decide ponerse en camino hacia Europa para saborear las mieles de esa prosperidad que Occidente vende sin cesar. Por así decirlo, El desembarco concentra en un solo acto el proceso de grandes migraciones que hemos venido viviendo en los últimos decenios. Pero el tema de fondo de la novela no es propiamente la inmigración, sino, más bien, las actitudes de los países ricos hacia el fenómeno. Por las cuatrocientas y pico páginas de la novela, en un ritmo vertiginoso que te lleva de una escena a otra sin deseos de parar, desfila toda la podredumbre, la hipocresía y la estupidez de unos occidentales que han perdido de vista su identidad y, sobre todo, su responsabilidad.
 
Todo lo que Raspail cuenta en esta novela es exactamente lo que la gran mayoría de nuestros conciudadanos no desea oír. Primero: que ya no somos capaces de defender lo que somos. Segundo: que tampoco seremos capaces de defender lo que tenemos. Tercero: que no sabremos defender ni lo que somos ni lo que tenemos, porque muchos decenios de ideología de la culpa y del remordimiento nos han convencido de que somos malos y de que no nos merecemos nuestra prosperidad. Cuarto: que esto llevará inevitablemente a que un día, cualquier día, seamos nosotros mismos los que hundamos el edificio, porque el enemigo –“la bestia”, dice Raspail- no está fuera, sino dentro. Y en cada una de esas constataciones, un nutrido ramillete de reflexiones que nadie puede leer sin un estremecimiento, por su cruel capacidad para dar de lleno en el alma del Occidente contemporáneo.
 
Raspail es un moralista de derechas. Es decir –él mismo lo escribe-, que se sabe tomar a broma a sí mismo, con esa lucidez distante y desengañada que los moralistas de izquierdas, por dogmáticos, no son capaces de desplegar. En tanto que moralista de derechas, Raspail sabe que la derrota final es una posibilidad muy palpable, que los finales trágicos son la cosa más cotidiana del mundo y que nuestro final, probablemente, no será otro que ese. Sabe también que, llegado ese momento postrero, los últimos hombres fieles –no se pierda usted las últimas cincuenta páginas de El desembarco- no morirán con grandes declaraciones en la boca, sino con la sonrisa resignada de quien abraza la fatalidad. Esa actitud, -que es el ethos europeo por antonomasia-, resume de manera excelente el verdadero mensaje de la novela: no es que debamos aterrarnos porque todo esté perdido, sino todo ha estado siempre perdido de antemano, y lo que cuenta es la actitud ética con la que desafiamos a la catástrofe. 
 
No es extraño que a España le dé miedo leer esta novela: obliga a pensar quién es uno y dónde está. Justo lo que no deseamos hacer.

Lea el primer capítulo de El desembarco.

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