Lo peor de todo es el tema innombrable, el tabú que en ningún caso debe ser cuestionado, pero cuya validez comienza a percibirse oscuramente como problemática ¿es viable el ideal europeo de la estricta sociedad multicultural, integradora de todo tipo de creencias vividas a título particular?
El invierno está resultando relativamente suave este año en Alemania. Poca nieve, poco frío, y a veces, según los días, un cierto aire casi de anticipo primaveral. El ahorro en gastos de calefacción, dicho sea de paso, ya podemos calificarlo de considerable. Para un pueblo cuyo estado de ánimo depende tanto del factor meteorológico como el alemán, los dos primeros meses de este año deberían haber generado, por tanto, un ambiente de moderado optimismo. No es el caso. Y ni siquiera las noticias que certifican el buen estado de las finanzas federales ―noticias que, para qué negarlo, siempre alegran― han conseguido esta vez levantar los ánimos.
Y es que las preocupaciones son muy otras. Aún no hace tantos meses, a comienzos del pasado verano, la llegada de los primeros grandes contingentes de refugiados ―¿sirios?, ¿iraquíes?, ¿afganos?, ¿libios?, ¿sin identificar?, ¿de todas partes del mundo islámico?― era acompañada de palmas y gestos de solidaridad. ¡Qué gran ocasión para mostrar a la humanidad que no somos nazis, que no somos monstruos, sino todo lo contrario! Entretanto, siguen llegando refugiados. Menos, pero siguen llegando. Más de un millón y medio a estas alturas. Y el alemán, lo confiese o no, aguarda con preocupación a la primavera, cuando, si una feliz combinación de circunstancias no lo impide, podría producirse la siguiente avalancha millonaria.
Entusiasmo ya no queda ninguno. Miedo, mucho. Cada vez más. Y la sospecha, un tanto vaga, pero no tanto, de que se han cometido errores de esos que alcanzan hasta los libros de historia. De esos errores que pueden terminar sellando el destino de un pueblo. Los alemanes son así: extremadamente autocríticos y extremadamente seguros de sí mismos, según los tiempos. Los de ahora empujan a la autocrítica.
Y motivos no faltan. Empezando por el más obvio, muchos piensan ahora que Merkel se equivocó este verano pasado cuando ―no resulta fácil saber si por convicción propia, o quizás más bien animada por las encuestas, entonces favorables― dio claras muestras de animar a la inmigración; y, sobre todo, de hacerlo hasta el inaceptable punto de dar por bueno el incumplimiento generalizado de una ley de la Unión Europea: la convención de Dublín. Aceptar el incumplimiento (y más generalizado) de una ley vigente, por los motivos que sea, es considerado en Alemania como uno de los más graves cargos que pueden pesar contra un personaje público. Ese cargo pesa hoy sobre Merkel y su gobierno, mientras crece el número de los que perciben las desgracias presentes (y más aún las que se temen) como un castigo de los dioses a la sacrílega transgresión cometida.
Está luego el asunto del trato que se dispensó, en los inicios de la crisis, a los gobiernos del este europeo reticentes con las directrices que marcaba la cancillería berlinesa, y muy en particular a Viktor Orbán, el primer ministro húngaro. En julio, en agosto y aún a primeros de septiembre, no se ahorraron palabras de condena y desprecio ante su “insolidaria actitud”. Sobre todo el anuncio de la construcción de una valla fronteriza dio lugar a las más indignadas reacciones de superioridad moral germana. Pero ya a finales de ese mismo mes, y ante una situación fronteriza cada vez más fuera de control, los delegados y dirigentes bávaros de la CSU aclamarían a Orbán en el congreso del partido gobernante. Y en estos momentos, transcurridos apenas unos pocos meses más, medio país espera con ansiedad que eslavos y magiares logren cerrar la grieta en el muro europeo. Otra cosa es que no se diga así, tan abiertamente... Desde luego, sería muy bonito que fueran ellos, los países periféricos, los que hicieran el trabajo sucio, al tiempo que Ángela Merkel mantiene sus expectativas al Premio Nobel de la Paz. Pero hay algo muy falso y muy desesperado en esta secreta esperanza. Y lo saben.
Se plantea además el problema que supone la nueva y grave dependencia de Alemania, y por tanto de Europa, con respecto al gobierno turco. Hasta ayer mismo, como quien dice, el ejecutivo alemán se desmarcaba claramente de las aspiraciones de Turquía a ingresar en la Unión Europea. ¿Cómo podrían aceptar como socio a un país con tales deficiencias ―acreditadas por todo tipo de informes― en la garantía de los derechos más elementales, como son el de asociación, expresión, libertad religiosa, etc.? Pero ahora, de repente, el supuesto dictadorzuelo Erdogan es presentado como un serio estadista. Merkel se desvive por entenderse con él, y hasta se ha llegado a escuchar a políticos cercanos a la cancillería que afirman que Turquía es «más europea que algunos Estados de la Unión». Erdogan disfruta del cambio de circunstancias, toma el dinero que le ofrecen sus nuevos vasallos, y, por supuesto, no hace nada por detener un flujo migratorio que tan buenos réditos le está proporcionando.
Pero lo peor de todo, sin duda, es el tema innombrable, el tabú que en ningún caso debe ser cuestionado, pero cuya validez comienza a percibirse oscuramente como problemática. Y se trata quizás del gran problema de fondo: el problema de si es viable el ideal europeo de la estricta sociedad multicultural, integradora de todo tipo de creencias vividas a título particular. ¿Es integrable realmente el islam? ¿Cabe suponer que un rápido aumento del porcentaje de población alemana con un fondo cultural islámico podrá asumirse sin que peligre el orden constitucional y los valores y libertades occidentales? ¿O estamos entrando, más bien, en una dinámica destructora de ese orden y de esos valores y libertades? ¿Nos espera la sharía al término de este proceso? ¿O una libanización a largo plazo de Alemania?
Hasta el momento, los partidos tradicionales han procurado ignorar los temores de sus votantes, insistiendo en el discurso políticamente correcto, y demonizando como racistas, xenófobos y hasta neonazis a todo el que se atreviera a exponer dudas, sobre todo relativas al tema innombrable. Pero la presión en la caldera alemana aumenta cada día. El próximo día 13 de marzo habrá elecciones regionales en tres Estados federados: Baden-Württemberg, Renania-Palatinado y Sajonia-Anhalt. Y en los tres parlamentos regionales se espera la irrupción del nuevo partido que se está convirtiendo cada vez más en el aglutinador del sector más temeroso de la población, la AfD. En Sajonia-Anhalt podría llegar incluso a convertirse en la tercera fuerza política, por encima del partido socialdemócrata. ¿Nos encontramos ya en los prolegómenos de un terremoto político? ¿O lograrán las fuerzas políticas convencionales salvar una vez más la situación? ¿Y por cuánto tiempo aún?
Mientras tanto, se acerca la primavera, se acerca el buen tiempo, y se acerca con él (¿inexorablemente?) la próxima gran oleada de inmigrantes por la ruta balcánica. Y los alemanes, cuyo estado de ánimo depende tanto del factor meteorológico, por primera vez comienzan a sentir añoranza de los grandes inviernos helados.