Eso dice doña Beatriz Gimeno, la flamante Directora del Instituto de la Mujer, donde, según parece, ningún machistorro ni machirulo ha obtenido, tras los nuevos nombramientos efectuados por el Gobierno de Pedro Sánchez, cargo relevante alguno. La Señora Directora, claro está, no dice literalmente que los heterosexuales deban morir (todavía no lo dice): usa palabras no tan abruptas pero no menos claras para decir que deberían desaparecer.
Por ello, porque a veces es bueno oír en directo al enemigo (“enemigo de clase”, decían éstos antaño; “enemigo de sexo”, dicen hoy), cedemos gustosos la palabra a la Señora Directora, un extracto de cuyas palabras reproducimos a continuación.
El texto se comenta por sí solo. Ello ha permitido resaltar tan sólo las perlas principales comentándolas en breves apostilla dentro del propio texto.
Una aproximación política al lesbianismo
Mi intención al escribir esta ponencia es aproximarme a una cuestión que es crucial para mí como feminista lesbiana: explicar que el lesbianismo tiene una dimensión política que aunque en la actualidad ha desaparecido del panorama interpretativo, las feministas lesbianas tratamos de rescatar. Según esto, el lesbianismo no es sólo una manera de vivir la sexualidad tal como parece la única manera de entenderlo hoy día [La frase es alambicada, pero visto lo que viene luego, parece sugerir que la única forma válida de entender la sexualidad es la lesbiana. O sea, que si no eres bollera —y conste: serlo es más que legítimo—, te jodiste, tía. Y te jodiste, tío.], sino que [ser lesbiana] puede ser también una opción política o vital. [Es lo que siempre hemos dicho: es totalmente legítimo defender la homosexualidad (además, a estas alturas...). Lo ilegítimo es pretender convertirla en lo que dice la Señora Directora: una opción política o vital, cuya vitalidad, al ser política, va obviamente mucho más allá de la vida personal de cada cual.] Para poder llegar a comprender esta perspectiva es imprescindible asumir que homosexualidad y heterosexualidad no son equivalentes, ni son distintas maneras de vivir la sexualidad sin más, sino que son regímenes que cumplen distintas funciones sociales. La heterosexualidad, el régimen regulador por excelencia, no es la manera natural de vivir la sexualidad, sino que es una herramienta política y social con una función muy concreta [Hablando en plata: ¡Sois todos unos tarados y unos degenerados! ¡Vamos a acabar con vosotros, cerdos (y cerdas) heterosexuales!] que las feministas denunciaron hace décadas: subordinar las mujeres a los hombres [Porque además, por el mero hecho de ser heterosexuales, sois unos exploradores y opresores]; un régimen regulador de la sexualidad que tiene como finalidad contribuir a distribuir el poder de manera desigual entre mujeres y hombres construyendo así una categoría de opresores, los hombres, y una de oprimidas, las mujeres. Y si reconocemos que el poder masculino se ha ejercido sobre las mujeres, sobre todas las mujeres, a través de la institución de la heterosexualidad, es lógico esperar encontrar resistencia a esta institución en cualquier época; y así ha sido. La heterosexualidad es la herramienta principal del patriarcado y la resistencia de las mujeres a esta institución comienza con el cuerpo [Como sin duda resiste con sus femeninos encantos el de la Señora Directora], puesto que es el cuerpo el que está en juego; la resistencia comienza con un cuerpo que se niega y que dice “No” a la opresión[1]. El lesbianismo es pues, una forma, entre otras, de decir No a la opresión. Y así ha sido históricamente, y así puede seguir siendo hoy día.
[Y así sigue y sigue a lo largo de más de treinta inacabables páginas. Pero como no íbamos a infligir a nuestros lectores tal suplicio, aquí dejamos la perorata. Si le interesa a alguien, la puedo encontrar en este enlace.]
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