Cierta tarde de 1749 paseaban por los bosques de Vincennes Diderot y Rousseau, a la sazón un jovencito petulante que había decidido concurrir en un certamen convocado por la Academia de Dijon. El tema consistía en determinar si los progresos de la civilización habían sido o no beneficiosos para la Humanidad. Rousseau manifestó a Diderot que, por supuesto, pensaba contestar en sentido afirmativo; pero Diderot objetó que, en ese caso, su trabajo adolecería de vulgaridad, pues lo mismo contestarían todos los concursantes. En cambio, si adoptaba la tesis contraria, podría completar una pieza mucho más original y paradójica.
Rousseau se dejó convencer, escribiendo el Discurso sobre las ciencias y las artes. En él, con un estilo arrebatado, sostenía que el hombre es bueno por naturaleza y que la civilización lo ha corrompido. Era una tesis lanzada frívolamente, en flagrante contradicción con el dogma del pecado original y con las enseñanzas de la observación empírica; pero la Academia de Dijon decidió premiar aquel ejercicio malabar de una inteligencia lúdica, sin entender que las ideas —aun las más peregrinas—, una vez consagradas, arrastran un cortejo de imprevisibles consecuencias. Si el hombre es nativamente bueno, la función de la política será favorecer una atmósfera de máxima libertad que facilite el desarrollo de su bondad congénita. Si el hombre tiende instintivamente hacia el bien, ¿qué sentido tiene coartar sus anhelos? La primera consecuencia lógica de este principio venenoso fue, inevitablemente, el desprestigio de toda forma de autoridad legítima, la anulación de toda jerarquía; desde entonces, inevitablemente, la ley debe entregarse a la mera decisión mayoritaria de las voluntades individuales, que, por estar inclinadas al bien, sólo puede redundar en una cosecha de bienes colectivos.
Así se logró que los más variopintos caprichos humanos, aun los más aberrantes, tuvieran fuerza de ley. Pero enseguida el poder ilegítimo iba a sacar provecho, induciendo en esos hombres ‘angelicales’ las ideas que convenían a sus designios protervos. A fin de cuentas,
Lo más parecido a un ángel es un niño; y un niño necesita que lo encarrilen
lo más parecido a un ángel es un niño; y un niño necesita que lo encarrilen. «La voluntad humana —escribirá malignamente Rousseau en El contrato social— es recta, pero el juicio que la guía no siempre es esclarecido. Hay que hacerle ver las cosas tal cual son. Todos tienen igualmente necesidad de guías». Y a continuación propone la fórmula cínica para pastorear a esos chiquilines a los que se ha hecho creer que sus instintos son soberanos: «Corregid las opiniones de los hombres y sus costumbres se depurarán por sí mismas».
Basta cambiar la verdad sobre la naturaleza humana para convertir a los hombres en chiquilines a los que luego se pueden instilar todos los miedos y administrar todas los falsos consuelos, vacunas o placebos que los mantengan sometidos. Aquella insincera paradoja urdida en los bosques de Vincennes proyecta su sombra sobre esta estupenda democracia que nos hemos dado.
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