Una distopía democrática

Y llegó el coronavirus quitándonos el trastorno de pensar y el esfuerzo de vivir.

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Afirmaba Bernanos que «democracia y totalitarismo son el absceso frío y el absceso caliente de una civilización degradada y desespiritualizada». Y si el totalitarismo se caracteriza por su pretensión de brindar una explicación totalizadora y articulada del mundo al modo hegeliano, pocas formas políticas parecen tan dotadas como la democracia para alcanzar tal pretensión. Pues la democracia, a diferencia de los totalitarismos antañones, puede permitirse el lujo -como advierte Tocqueville- de presentarse ante las masas sometidas, no como un tirano que las oprime y castiga, sino como un tutor que vela amorosamente por ellas, creando un clima de conformismo social que llega a convertirse en el líquido amniótico en el que las masas bogan felices.

Esta distopía democrática ha adquirido contornos en verdad amedrentadores, a rebufo de la plaga coronavírica. Reparemos, por ejemplo, en las medidas restrictivas arbitradas por la patulea gobernante -estatal o autonómica-, y más concretamente en la prohibición de fumar en espacios públicos cuando no media una arbitraria «distancia de seguridad» (decimos arbitraria porque nadie sabe cuánto puede brincar el coronavirus). A ninguna persona que no tenga las meninges arrasadas por el napalm de la propaganda sistémica se le escapa que esta prohibición es desquiciada; pues, si consideramos que al exhalar el humo de un cigarrillo podemos contagiar a quienes nos rodean, igualmente debería prohibírsenos hablar en voz alta, expeler ventosidades o abanicarnos cuando estamos sudados, en presencia de otras personas. Pero una ingente masa de gentes cretinizadas aplaude la prohibición del fumar, como mañana aplaudirían la prohibición de hablar en voz alta, expeler ventosidades o abanicarse cuando estamos sudados, pues considera que la patulea gobernante tutela su «derecho a la salud». Así, aprovechándose de este conformismo propio de esclavos (puesto que se funda en el miedo), la patulea gobernante puede ejercer sobre la sociedad una tutela de apariencia benévola.

En una profundización de esta distopía democrática, será incluso eliminada la injerencia de jueces aguafiestas, como acaban de proponer los peperos -siempre fieles a su vocación cipaya y bardaje- al Gobierno, solicitando que las medidas restrictivas no precisen de autorización previa de un juzgado, sino que se confíe su «ratificación» posterior a tribunales de alto rango, mucho más controlables y benigüigüis. Todo ello, naturalmente, en aras de garantizar paternalmente la «salud pública», que es la única (y quimérica) forma de salvación que esta distopía democrática puede ofrecer a una sociedad degradada y desespiritualizada. Así se cumple la profecía avizorada por Tocqueville, que vislumbró la ominosa servidumbre que amenazaba a los pueblos democráticos:

Quiere el poder democrático que los ciudadanos disfruten con tal de que no piensen sino en disfrutar

«Por encima de ellos se eleva un poder inmenso y tutelar, que se encarga él solo de asegurar sus goces y velar por su suerte. Es absoluto, detallado, regular, previsor y dulce. Se parecería a la potestad paterna si, como ésta, tuviera por objeto preparar a los hombres para la edad viril; pero no pretende, en realidad, sino fijarlos irrevocablemente en la infancia. Quiere que los ciudadanos disfruten con tal de que no piensen sino en disfrutar. Trabaja de buen grado para su bienestar, pero anhela ser el único agente y el solo árbitro. Provee a su seguridad, asegura sus necesidades, facilita sus placeres, conduce sus principales negocios, dirige su industria, regula sus sucesiones, divide sus herencias. ¡Por qué no podría quitarles, por ejemplo, el trastorno de pensar y el esfuerzo de vivir!».

Y llegó el coronavirus, para que esta distopía democrática se completase, quitándonos el trastorno de pensar y el esfuerzo de vivir.

 

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