El cine español aún no le ha hecho una película

Robinson Crusoe era español: la increíble aventura de Pedro Serrano

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JOSÉ JAVIER ESPARZA
 
En la historia de España hay dos Pedro Serrano realmente desconcertantes, ambos heroicos. Uno es el jinete que murió en 1808 repartiendo por todas partes el bando de Móstoles, aquel que dio la señal para la sublevación contra los franceses. El otro es un marino que naufragó en el Caribe hacia 1526 y que estuvo ocho años, ocho, aislado del mundo en un banco de arena, hasta que un barco que pasaba por allí le rescató. La aventura de este Pedro Serrano, relatada años después por el Inca Garcilaso, causó sensación en su momento. Se da por seguro que Daniel Defoe se inspiró en este Pedro Serrano para escribir su Robinson Crusoe. De él, del náufrago Serrano, hablaremos hoy. No es sólo una historia curiosa: es sobre todo un testimonio muy vivo de cómo era el carácter de los españoles en el siglo XVI y de las enormes dificultades que tuvieron que superar en la conquista de América.
 
Pongámonos en 1526. Los barcos españoles cruzan el mar Caribe en todas direcciones, pero América todavía es un continente mal conocido. Núñez de Balboa ha descubierto el Pacífico en 1513. Cortés conquista México en 1521. Pizarro ha comenzado su expedición al Perú en 1524. En el sur, en lo que hoy es Colombia, acaba de fundarse Santa Marta en ese año de 1526; Cartagena de Indias no nacerá hasta bastante más tarde, en 1533. Los mayores esfuerzos se concentran precisamente en el norte de Colombia, lo que será el virreinato de Nueva Granada: un territorio muy hostil de selvas inextricables, donde hasta entonces ha sido imposible mantener una base estable. Los españoles mandan continuamente barcos desde Cuba para abrir esa región. Han de atravesar un mar inseguro: los mapas aún no ha cartografiado más que las costas y unas cuantas rutas seguras; fuera de ellas, acecha el peligro. Uno de aquellos barcos, un ligero patache de exploración, ha partido de La Habana con destino a Santa Marta. Lo manda el capitán Pedro Serrano.
 
El naufragio
 
A mitad de camino, en medio del Caribe, un fuerte temporal sorprende al patache. El barco zozobra; demasiado temporal para tan poca embarcación. Naufragan. Entre enormes dificultades, los tripulantes intentan ponerse a salvo. El mar se los traga. Sólo tres hombres logran sobrevivir. Entre ellos, Serrano. A nado, llegan a un banco de arena, un atolón que no figura en mapa alguno. El lugar es un infierno: en 50 kilómetros de largo por 13 de ancho, sólo hay arena y sol, sin apenas vegetación, sin fuentes de agua dulce. Esos tres hombres han sobrevivido, pero han quedado aislados en un paraje donde la muerte parece inminente. No saben dónde están. No saben cómo alimentarse. Tampoco saben si algún barco pasará por allí. Comienza una carrera contra la muerte. De los tres náufragos, uno muere a los pocos días. Sólo quedan dos. Serrano sabe que sólo sobrevivirá si aprovecha al máximo los exiguos recursos que la isla ofrece. El inca Garcilaso, que conoció la historia, lo relató así:
 
“Luego que amaneció volvió a pasear la isla, que es despoblada; halló algún marisco que salía de la mar, como son cangrejos, camarones y otras sabandijas, de las cuales cogió las que pudo y se las comió crudas, porque no había candela donde asarlas o cocerlas. Así se entretuvo hasta que vio salir tortugas; viéndolas lejos de la mar, arremetió con una de ellas y la volvió de espaldas; lo mismo hizo de todas las que pudo, que para volverse a enderezar son torpes; y sacando un cuchillo que de ordinario solía traer en la cinta, la degolló y bebió la sangre en lugar de agua. Lo mismo hizo de las demás; la carne puso al sol para comerla hecha tasajos, y para desembarazar las conchas para coger agua en ellas de la llovediza, porque toda aquella región, como es notorio, es muy lluviosa”.
 
Serrano y su compañero protagonizan un auténtico alarde de ingenio. Para aprovechar el agua de la lluvia, recolectan caparazones de moluscos y maderas del naufragio y fabrican un pequeño depósito. Para protegerse del ardiente sol tropical y de los fuertes vientos, y a falta de árboles, recogen rocas, conchas y corales, y construyen una especie de túmulo que les sirve de cobertizo. Hacen fuego con pedernales; como no hay vegetación, lo que utilizan como yesca son los jirones de sus propias camisas.
 
Un día, después de varios meses de aislamiento, sucede algo extraordinario: aparecen dos hombres en un bote. No vienen a rescatarles, por desgracia: son también náufragos. El compañero de Serrano partió en ese bote con uno de ellos, en la esperanza de llegar a las costas de Nicaragua. Ambos se perdieron para siempre. Serrano queda con el otro recién llegado.
 
La vida en el banco de arena es una lucha diaria por la supervivencia. No hay más madera que la que llega, azarosa, arrastrada por las olas, producto de otros naufragios. Con esas maderas hacen fuego. Hay que dosificar el combustible con extremo cuidado: no sirve sólo para asar la carne de las tortugas y los moluscos, sino, sobre todo, para hacer señales de humo en caso de avistar algún barco. Pasan los años. Serrano y su compañero no se dan jamás por vencidos. Desde su atalaya divisarán algún barco español; ninguno los verá a ellos. Podemos imaginar la desesperación de los náufragos al ver cómo la salvación se les escapa por el horizonte. Mucho más nos cuesta imaginar así la vida, día tras día, hasta ocho años. Sin embargo, un día… Dejemos que lo cuente el Inca Garcilaso: 
 
El rescate
 
“Durante años vieron pasar algunos navíos y hacían sus ahumadas, mas no les aprovechaba, por lo cual ellos se quedaban tan desconsolados, que no les faltaba sino morir. Pero al cabo de este largo tiempo acertó a pasar un navío tan cerca de ellos que vio la ahumada y les echó el batel para recogerlos. Así los llevaron al navío donde admiraron a cuantos los vieron y oyeron sus trabajos pasados. El compañero murió en la mar viniendo a España”.
 
El compañero de Serrano, en efecto, murió a bordo; no llegó a ver tierra firme nunca más. Triste destino. Serrano, sin embargo, sobrevivió. Era 1534. Su historia dio la vuelta a España, que en aquel tiempo era como decir la vuelta al mundo. No es exageración. Tanto impresionó su gesta que las autoridades resolvieron llevarlo a Alemania, donde se hallaba entonces el emperador Carlos, para que Serrano se la contara personalmente. El náufrago llegó a la corte imperial con la pelambre tal y como la tenía cuando fue rescatado, para dar mayores visos de veracidad a su historia. Podemos imaginar el pasmo del emperador al ver aparecer a aquel hombre, con la salud ya recobrada, pero con los cabellos y las barbas de ocho años de aislamiento.
 
Serrano se convirtió en un hombre famoso. Fue llamado a decenas de reuniones cortesanas, donde la nobleza se aprestaba a escuchar su relato. Él mismo lo escribió en una viva narración que se conserva en el Archivo de Indias. Después, recompensado por la Corona, marchó a Panamá. Allí terminaría sus días. Así lo cuenta el Inca Garcilaso:
 
“Algunos señores le dieron ayuda de costas para el camino y la majestad imperial, habiéndole visto y oído, le hizo merced de cuatro mil pesos de renta. Yendo a gozarlos murió en Panamá, que no llegó a verlos."
 
Se da por seguro que Daniel Defoe, cuando escribió Robinson Crusoe, en 1719, tuvo como fuente de inspiración la historia de Pedro Serrano en su inhóspito banco de arena. Hoy ese islote, aquel infierno en forma de atolón, se llama Isla Serrana, o Serrana Bank, en honor precisamente al náufrago Pedro Serrano. Está a unas 220 millas náuticas (unos 360 kms.) al este de la costa de Nicaragua. El escenario sigue como estuvo en 1526, con la salvedad de que los norteamericanos montaron allí una base militar temporal durante la crisis de los misiles con Cuba.
 
Hacia 1990, unos cazadores de tesoros encontraron el túmulo de rocas, corales y conchas que los náufragos construyeron para protegerse del sol. Tesoros, desde luego, no encontraron ninguno. El único tesoro es el inmenso esfuerzo de supervivencia del capitán Pedro Serrano y sus compañeros. Esa era la gente que daba la España del siglo XVI.

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