Un informe de Elmanifiesto.com

¿Crisis o desaceleración? Lo que nadie quiere decir sobre la economía española

La oposición dice que es crisis; el Gobierno dice que no, que es sólo desaceleración; el ciudadano asiste perplejo al debate mientras constata que, en efecto, su bolsillo se desacelera hasta llegar al punto de crisis. ¿Quién tiene razón? La cuestión puede resumirse así: una tormenta económica internacional ha producido una desaceleración de todos los países desarrollados; en economías como la española, que se sostienen sobre andamios muy frágiles, esa desaceleración se manifiesta inmediatamente como crisis. El Gobierno engaña a los españoles cuando pretende reducir el episodio a un simple resfriado coyuntural. La Oposición tampoco dice toda la verdad cuando oculta que es todo un modelo económico el que acaba de demostrar su flaqueza. Las soluciones han de ir al fondo del asunto.

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Ya hemos superado ampliamente los dos millones y cuarto de parados. La subida del paro en enero ha sido la más alta desde 1984. En este mes ha habido 4.400 parados nuevos cada día. La reducción del consumo en las pasadas navidades ha sido extraordinaria. Los precios de los productos básicos se han disparado sin control. Todo apunta a que el paisaje todavía se agravará, a juzgar por los cierres de agencias inmobiliarias. ¿Qué está pasando? 
 
La crisis de la construcción
 
La crisis de la construcción es la clave, pero no es la causa. El ex ministro Montoro (PP) ha reprochado al Gobierno el haber criminalizado a las constructoras. Tiene razón. Repasemos el proceso. Era obvio que en España había un problema con el precio de la vivienda. Ese precio estaba engordado artificialmente por el dinamismo de la producción (el propio sector de la construcción), la facilidad del consumo (el sector bancario) y el precio del suelo (el sector político). El precio del suelo, en España, es un precio político arbitrado esencialmente por los Ayuntamientos. Las constructoras han cargado sobre ese precio algo más que su margen natural de beneficio: si se podía seguir comprando, se podía seguir vendiendo a precios cada vez más altos. Los bancos han estimulado el fenómeno con la concesión de créditos en condiciones muy ventajosas, al socaire de unos bajos tipos de interés. Para el ciudadano era una oportunidad de oro: una inversión sólida en bienes inmuebles, algo mucho más seguro que la bolsa para cualquier economía familiar. Mientras los tipos se mantuvieran bajos, el sistema funcionaría: más créditos, más hipotecas, más construcción, más empleo, y con más empleo, más gente dispuesta a pedir créditos.
 
En medio de ese círculo, quizá no virtuoso, pero sí eficaz, interfirió el asunto del precio de la vivienda como un argumento de carácter político, que es lo que Montoro reprocha al Gobierno: es verdad que el gobierno socialista focalizó la crítica sobre las constructoras, lo cual no es enteramente justo, porque el elemento determinante en el precio del suelo es el interés político de los municipios. Puestas bajo sospecha, las constructoras se encontraron en un ambiente poco propicio para la confianza, y cuando no hay confianza, la inversión se retrae. En ese contexto, el efecto de la crisis de las subprimes norteamericanas y el inmediato aumento de los tipos de interés por el Banco Central Europeo ha sido letal: dinero más caro, hipotecas suspendidas, menos créditos; parón en la construcción, menos empleo, luego menos dinero para pagar créditos, luego crisis generalizada del sistema; ergo, más paro, más gasto social, más déficit del Estado, menos recursos públicos para inversión, otra vez menos empleo…
 
Al mismo tiempo, los precios suben porque el dinero es más caro. El paro se combina con la inflación: a eso se le llama estanflación (una economía estancada con precios ascendentes) y es lo peor que nos puede pasar. La situación recuerda peligrosamente a la anterior a 1996.
 
La crisis es pasajera, pero el problema es permanente
 
En una economía más diversificada, la crisis de la construcción sería sólo una crisis sectorial. Pero en una economía como la española, que ha hecho descansar sobre la construcción la mayor parte de su pujanza, esa crisis sectorial puede alcanzar dimensiones catastróficas, porque repercute acusadamente en el conjunto del sistema económico. Las consecuencias no son solo económicas, sino también sociales: un porcentaje muy significativo del empleo creado por la construcción es mano de obra inmigrante, que ha afluido en una proporción pasmosa en muy poco tiempo, sin que España haya desarrollado los suficientes instrumentos de integración; si el mecanismo de creación de empleo se detiene, esa población alógena se convierte en una amenaza tan elemental como el propio principio de supervivencia, porque de algo, legal o ilegal tendrá que comer.
 
El debate que se está hurtando a los españoles es el de qué economía queremos para España. El discurso público se ha centrado en conceptos como prosperidad y bienestar, gratos a todo el mundo, pero que actúan como señuelos que impiden ver el fondo de la cuestión. El gran problema de la economía española es que es excesivamente dependiente. Somos dependientes en materia energética. Somos dependientes en materia de innovación e investigación. Somos dependientes en financiación, porque estamos demasiado subordinados a la liquidez internacional, a la circulación de dinero fuera de nuestras fronteras. Los sectores en los que más confía el sistema, que son el turismo y la construcción, son igualmente dependientes: el primero, del dinero que tengan en el bolsillo los turistas extranjeros, y la segunda, del precio del dinero fijado en Bruselas, expuesto a su vez al flujo global de capitales. En estas condiciones, nuestra economía es de una terrible fragilidad. Por eso no es posible confiar en el Gobierno cuando habla de situaciones pasajeras: tal vez esta crisis sea pasajera, pero nuestro problema es permanente.
 
Las soluciones que dicta la denominada “ortodoxia económica” son conocidas: reducción generalizada del gasto público, flexibilización del empleo (es decir, eliminación de trabas sociales para el despido), etc. Son las soluciones liberales típicas, que en España ya han funcionado varias veces (por ejemplo, después de 1996), pero que exigen dinero barato, tipos bajos e inflación controlada. ¿Estamos en condiciones de reducir el gasto público? En 1996 era posible porque el sector público era todavía extenso, pero hoy es exiguo. ¿Estamos en condiciones de asegurar tipos de interés bajos? No, porque eso depende del Banco Central Europeo, que apunta exactamente en dirección opuesta. ¿Estamos en condiciones de flexibilizar aún más el empleo? No, salvo que se reduzca al mínimo la seguridad laboral de los trabajadores. La situación es descabellada. Probablemente un nuevo periodo de política “aznarista” permitiría paliar la situación, pero no será de un día para otro y tampoco ahorrará un buen número de sacrificios.
 
Qué economía queremos
 
El gran debate económico que España debe plantearse, incluso si no hubiera existido esta crisis, es el de la viabilidad de la economía nacional. Suele argüirse que el propio concepto de “economía nacional” carece de vigencia en los tiempos de la globalización. No es verdad: al contrario, la globalización hace que las economías nacionales sean más frágiles y que deban plantearse con mayor insistencia qué estructura deben adoptar para sobrevivir.
 
España no puede seguir viviendo de la ilusión de una burbuja financiera y crediticia suspendida sobre el aire en un país incapaz de garantizar su autonomía energética ni el control de sus precios en productos básicos, con todos los huevos puestos en las cestas del sector servicios. Hace falta una perspectiva nacional para la economía española. La economía globalizada no la necesita, pero los ciudadanos españoles, sí. El primer paso debería ser dotar a nuestro mercado interior de los mecanismos necesarios para no estar al albur de las tormentas exteriores.

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