Los orígenes del cristianismo. El totalitarismo de la Antigüedad

La gente va al Foro Romano, o a Delfos, o a cualesquiera otras ruinas, y en lugar de indignarse ante la debacle, se dice: “Ay, qué pena. Qué mal que resistían aquellas construcciones el paso del tiempo”.

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Dar informaciones y valoraciones históricas sobre un fenómeno sucedido hace mil setecientos años no tiene nada que ver con la valoración que se efectúe sobre el papel desempeñado en la actualidad por aquello en lo que ha derivado dicho fenómeno. Hablando en plata, una cosa es considerar (como se hace aquí) que el advenimiento del cristianismo y la destrucción del mundo antiguo fue probablemente la mayor catástrofe civilizacional de la Historia (se necesitaron casi mil años para que Europa saliera del fondo del hoyo); y otra cosa es considerar (como aquí también se hace) que, en la actual situación del mundo, uno se halla en la misma barricada que nuestros vilipendiados amigos cristianos. O los que queden, si el cristianismo es otra cosa que una extendida ONG multicultural deseosa de cantar cancioncitas ñoñas y de prestar ayuda tanto a los pobres de espíritu como a los pobres de recursos materiales que desean percibir paguitas en tierras de Europa.

Pero lo que ocurrió hace mil setecientos años ocurrió. Y como la Historia la escriben los vencedores, nadie, salvo los especialistas, tiene idea de lo que sucedió. Y así la gente va al Foro Romano, o a Delfos, o a cualesquiera otras ruinas, y en lugar de indignarse ante la debacle, se dice: “Ay, qué pena. Qué mal que resistían aquellas construcciones el paso del tiempo”.

Por eso es bueno, justo y necesario difundir informaciones históricas como las que, publicadas por la revista Pliego suelto, ofrecemos seguidamente a nuestros lectores.

Javier Ruiz Portella


La conversión de un imperio

En el mes de octubre de 312 d.C., el emperador Constatino tuvo una visión. Según Eusebio, poco antes de entrar en batalla contra su rival imperial, Majencio, Constantino alzó la mirada al cielo del mediodía mientras rezaba, y en ese momento vio una cruz de luz, y junto a ella las palabras: “Con este signo vencerás”.[i]

Al año siguiente, el victorioso Constantino promulgará el Edicto de Milán, en el que se concedía “a los cristianos, y a todos los demás, la facultad de practicar libremente la religión que cada uno desee”.[ii] Pero, como dijimos en la entrega anterior, esa tolerancia resultaba intolerable para los clérigos cristianos, y ya durante el reinado de Constantino lograron que se decretara que “nadie podría osar erigir estatuas, ni emplearse en oráculos y similares artes, ni, por supuesto, celebrar sacrificio alguno” (Eusebio, Vida de Constantino, 2, 45).

Cincuenta años más tarde se decretó la pena de muerte para todo aquel que se atreviera a ofrecer sacrificios, y se empezó a describir a los paganos como “locos” (Códice Teodosiano, 16, 10, 6, del 20 de febrero de 356).[iii]

Según afirmó Juan Crisóstomo, en Contra los juegos y los teatros, había que perseguir a los pecadores con la misma constancia con la que un cazador persigue a su presa. Por esta razón se estableció una red de espías, funcionarios e informantes,[iv] se destrozaron templos y estatuas, y se entró en las casas para buscar libros y objetos prohibidos, que se quemaban en grandes hogueras en las plazas. [v]

Durante el tiempo que tardaban las leyes en plegarse a las exigencias de los cristianos, estos se las saltaban sin ningún tipo de escrúpulos. Todo intento de defender la legalidad vigente y de mantener una frontera entre el ámbito civil y el religioso era considerado una estratagema demoníaca que buscaba frenar el avance de Dios. Por esta razón, “la religiosidad empezó a convertirse en una obligación pública, y, con orgullo justiciero, a ponerse por encima de la ley”.

Según Agustín, si la ley de Dios difería de la ley romana, entonces la ciudad del Dios y sus habitantes estaban obligados a “disentir y volverse odiosos para aquellos que piensen diferente” (Ciudad de Dios, 19. 17). Por su parte, el monje egipcio Shenute, quien lideró numerosos saqueos de casas de gente pagana, se defendería, en su Carta a abierta a un pagano notable, diciendo que: “No existe el delito para quienes verdaderamente tienen a Jesús”.

En 532 d.C., el Imperio Romano de Oriente promulgó la expulsión de todos los que no aceptasen ser bautizados, y la ejecución de los relapsos. Así que, aunque según Eusebio “naciones y ciudadanos renunciaron espontáneamente a su antigua opinión” (Vida de Constantino, 3, 54-57), lo cierto es que, desde el siglo IV d.C., las autoridades cristianas habían llevado a cabo un proceso brutal de persecución y destrucción de cualquier resto de religiosidad pagana, y, con ella, de cultura clásica.[vi]

Y aunque hubo períodos de calma, como, por ejemplo, bajo el mandato Valentiniano I, de Valente y de Juliano el Apóstata, el proceso de erradicación de la cultura clásico-pagana, que fue reducida a mero paganismo, continuó imparable, hasta el punto de que, en la temprana fecha de 423 d.C., el Códice teodosiano cree haber eliminado cualquier rastro de paganismo: “No creemos que quede ninguno [pagano]” (16, 10, 22, fechado el 9 de abril del año 423).

El primer ataque

En un primer momento, se derruyeron templos, se arrancaron puertas y tejados, se fundieron estatuas,[vii] se quemaron arboledas sagradas, se borraron pinturas, se destruyeron libros, se pisotearon instrumentos musicales…[viii] Pero no bastaba con destruir las estatuas, sino que también había que bautizarlas tallando cruces en la frente o los ojos, o deshonrarlas desmembrándolas, con el objetivo de neutralizar o expulsar al demonio que yacía en su interior.[ix]

Todas estas acciones no eran iniciativas independientes de unos pocos fanáticos, sino el resultado de disposiciones legales. El año 408 d.C., por ejemplo, se promulgó una ley según la cual: “Si aún queda alguna imagen en los templos y lo santuarios, serán reducidas a la nada (…). Los edificios de los templos que están situados en ciudades o pueblos o fuera de las ciudades serán vindicados para uso público. Los altares se destruirán en todos los lugares.” (Códice teodosiano, 16, 10, 19, 2).

La destrucción del Serapeo

Una de las destrucciones más tristemente célebres fue la del templo de Serapis, o Serapeo, en Alejandría. Más admirado que el faro de Alejandría y el Museión, el fastuoso edificio contaba con una biblioteca, salas de lectura, y una estatua del dios Serapis, una especie de híbrido intercultural, mezcla de Júpiter y Osiris, que, según algunos, buscaba “crear armonía entre las distintas razas que se mezclaban en la ciudad, para que rezaran juntas en lugar de enfrentarse” (104-105).

Dicho templo fue destruido, en el año 392 d.C., por Teófilo, obispo de Alejandría, y su banda de fanáticos parabolanos. Sobre sus ruinas se construyó una iglesia que albergaba las reliquias de San Juan Bautista.

Arqueología del odio

Las fuentes cristianas de la época apenas dicen nada de esta “milagrosa” desaparición del paganismo, si bien algunas hagiografías no logran reprimir el entusiasmo que sienten al evocar el furor destructor de muchos de los santos.[x] Por otra parte, las fuentes paganas, esto es, clásicas, que debían lamentar esta locura, fueron destruidas en su práctica totalidad. Sin embargo, “allí donde las fuentes escritas permanecen mudas, la arqueología puede decir mucho”.

Así, en el Museo Arqueológico de Esparta, puede verse una estatua de la diosa Hera con los ojos desfigurados por cruces. En el de Atenas, una estatua de Afrodita con una cruz tallada en la frente, y los ojos y la nariz destruidos. Y en la sala 18 del British Museum, las esculturas mutiladas del Partenón, no solo por los torpes trabajadores de lord Elgin, quienes las trajeron, sino también por obra de los fanáticos cristianos (119-120).[xi]

Contra los libros

Según afirma el historiador Amiano Marcelino, en su Historia del Imperio Romano, “cientos de escritos y montones enormes de obras se quemaron ante los jueces, después de sacarlos de distintos hogares con la excusa de que eran ilegales.” (29.1.41). Y “en las provincias orientales fueron quemadas por sus propietarios todas las bibliotecas, ya que temían una condena similar. Tal era el terror que se había apoderado de todos”. (29.1.4-29.2.1)[xii]

Las fuentes cristianas también son elocuentes al respecto. “¡Alejaos de todo libro pagano!” dicen las Constituciones apostólicas (1.6.1).[xiii] . En el siglo VI d.C., Simeón el Estilita el Joven habría insuflado su entusiasmo religioso en un importante funcionario del imperio romano, llamado Amancio, quien “llevó a cabo una inquisición [y] descubrió que la mayoría de los principales ciudadanos de la ciudad y muchos de sus habitantes habían participado en el paganismo, el maniqueísmo, la astrología, el [epicureísmo] y otras horripilantes herejías. A estos los detuvo y encarceló, y, habiendo reunido todos sus libros, que eran muchos, los quemó en mitad del circo” (La vida de Simeón el Estilita el Joven, § 161, cit. en 171).

Contra el teatro

El cristianismo también arremetió contra el teatro. Cabe conceder que el mundo romano tampoco lo apreciaba demasiado, por considerarlo inmoral. Valga como prueba que en el siglo I a.C. solo existiese un teatro de piedra en todo el territorio romano. Pero al menos estaba permitido. Para los cristianos, en cambio, “todo lo relacionado con el teatro, procedía del diablo”.

Juan Crisóstomo lo atacó en su Contra los juegos y los teatros. Y, según afirmó Tertuliano en Espectáculos (30. 3ff), los cristianos no necesitaban ir al teatro, porque, para ellos, “otros espectáculos estaban por venir; ese día del Juicio Final, en el que la vieja edad del mundo y todas sus generaciones serían consumidas en un solo fuego”. Entonces, continúa, “valdrá la pena escuchar a los actores trágicos, más francos en su propia catástrofe; luego valdrá la pena mirar a los actores cómicos, sus miembros más ágiles en el fuego; luego valdrá la pena ver al auriga, completamente rojo en su ardiente rueda; luego valdrá la pena observar a los atletas, no en sus gimnasios, sino agitándose en llamas” (30. 5).

Conversiones

Según las fuentes cristianas, tras la destrucción de los templos, las estatuas y los libros, muchos se convertían milagrosamente. El terror es un predicador persuasivo.

Según Sulpicio Severo, después de contemplar en silencio cómo san Martín destrozaba su templo, los aldeanos galos “se dieron cuenta de que la voluntad divina los había dejado sin palabra y aterrorizados para evitar que se resistieran al obispo, y como resultado casi todos ellos se convirtieron a Jesús”, y “en aquellos lugares donde había destruido los santuarios paganos, inmediatamente se construyeron iglesias o monasterios” (Vida de San Martín, 14-15).

Cabe dudar del carácter sincero o libre de las conversiones. Un tema que va a preocupar al cristianismo a lo largo de toda su historia, pasando por los judeoconversos, los moriscos o los indios americanos.

Según el orador griego Libanio: “No te pase desapercibido que se refieren a conversos aparentes, no de convicción. Pues no han abandonado sus propias creencias, aunque digan que sí (…) ¿en qué ha progresado su posición, si la conversión de estos es solo palabra, pero le falta la práctica? No cabe duda de que en cuestiones como estas hay que servirse de la persuasión, no de la fuerza” (Oración 30, 28-29).

Disidentes

Antes de ser totalmente barridas, algunas voces, griegas y romanas, se alzaron para defender por última vez el pluralismo y la tolerancia. Tendrán que pasar más de mil quinientos años para que Locke o Voltaire pudiesen volver a hablar de tolerancia en los términos semejantes.

Vale la pena evocar, en este punto, la voz de Temistio, quien afirmó, en 346 d.C., que no hay nada de malo en que diferentes personas adoren a diferentes dioses. Al contrario –dicen–, la ley divina establece “que el alma de cada cual sea libre para elegir el camino que crea mejor para practicar su piedad. Y esta ley jamás podrán violarla confiscaciones ni suplicios ni torturas: podrán disponer del cuerpo y acaso darle muerte, pero el alma partirá llevándose consigo, conforme a su ley, su libertad de pensamiento, aunque la lengua hubiera sufrido violencia” (Discurso 5, 68b-c).

Y cuando, en el año 382 d.C., el emperador cristiano Graciano ordenó retirar el Altar de la Victoria, que había permanecido en el senado romano durante siglos, el orador Símaco escribió una apelación en la que rogaba al emperador que permitiera la diferencia religiosa entre sus súbditos: “cada uno tiene sus propias costumbres, sus propios ritos”; la humanidad no está capacitada para juzgar cuál de ellos es mejor, “cuando todo razonamiento está velado”; “no se puede llegar por un solo camino a un secreto tan grande”. “Por eso –dice– os rogamos que haya paz para los dioses patrios (…). Es razonable considerar único lo que todos honran. Contemplamos los mismos astros, el cielo es común a todos, nos rodea el mismo mundo. ¿Qué importancia tiene con qué doctrina indague cada uno la verdad?” (Símaco, Memorandum, 3, 8-10).

Pero, según Nixey, para un cristiano de esa época “no existían visiones diferentes pero igualmente válidas. Había ángeles y había demonios” (135-136) [xiv].

Hipatia y los parabolanos

Los “parabolanos”, que en griego significa ‘los temerarios’ o ‘los jugadores de su propia vida’, eran los miembros de una hermandad cristiana que se ocupaba voluntariamente de cuidar a los moribundos y retirar los cadáveres, especialmente en los tiempos de peste. Pobres, analfabetos, jóvenes, repletos de fe, los parabolanos actuaban al servicio de los obispos, y estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para acabar con los paganos.

Especialmente presentes en la Alejandría de los siglos IV y V d.C., fueron protagonistas en el triste episodio de la muerte de Hipatia. En el año 415 d.C., el nuevo obispo Cirilo, que no quería desmerecer frente a su antecesor en el cargo, el fanático Teófilo, inició una campaña de ataques contra los judíos, quienes acabaron respondiendo con un ataque en el que murieron algunos cristianos.[xv]

Este hecho le dio a Cirilo el pretexto que buscaba. Al día siguiente una turba de monjes y parabolanos atacaron a Orestes, el gobernador de Alejandría, al que acabarían lanzándole una piedra. Orestes logrará escapar, para, a las pocas horas, capturar y torturar hasta la muerte al monje que le lanzó la piedra.

En aquella situación muchos de los aristócratas de la ciudad apoyaron a Orestes frente a Cirilo. También lo hizo Hipatia, que mantenía una estrecha amistad con Orestes. Empezaron, entonces, a correr por toda la ciudad rumores de que era Hipatia (cuyos astrolabios de protobruja, además, no podían ser más que obra del diablo) quien impedía que Orestes y Cirilo se reconciliasen.

Los parabolanos, indignados, capturaron a Hipatia, y la arrastraron hasta una iglesia, donde:

Le arrancaron las ropas del cuerpo y, después, utilizando como cuchillas pedazos rotos de cerámica, le arrancaron la piel. Algunos dicen que, mientras aún respiraba, le arrancaron los ojos. Una vez muerta, despedazaron su cuerpo y arrojaron lo que quedaba de la ‘hija luminosa de la razón’ a una pira y lo quemaron [xvi].

[

i] Cf. Eusebio, Vida de Constantino. En Lactancio, Sobre la muerte de los perseguidores, 44.3ff, la historia es diferente: en un sueño se le dice que marque el signo celestial de Dios en los escudos de su ejército.

[ii] El Edicto de Milán se halla en Lactancio, Sobre la muerte de los perseguidores(48, 2-12).

[iii] Se prohibieron los antiguos dioses y se prohibió hablar a “quienes discuten de religión” en público, porque eran los “perturbadores de la paz de la Iglesia” y “pagarán el castigo por alta traición con sus vidas y su sangre”. (Códice Teodosiano, 16.4.1, 386)

[iv] “Así como los cazadores persiguen a los animales salvajes (…), no desde una dirección, sino desde todas partes, y les hacen caer en sus redes, persigamos juntos a los que se han convertido en animales salvajes, y arrojémoslos inmediatamente a la red de la salvación, nosotros desde este lado, vosotros desde ese otro.” (Juan Crisóstomo, Contra los juegos y los teatros)

[v] Para Agustín, entrar en las casas, destruir los símbolos de paganismo y pegar, e incluso matar, a los paganos no era malo, sino que era un modo de salvarlos: “¡Oh, crueldad misericordiosa!” (Agustín, Sermón 279. 4) “Suponte que alguien tuviese un enemigo que se ha vuelto furioso por unas fiebres malignas y le viese correr a un precipicio. ¿No le devolvería mal por mal si le permitiese despeñarse, en lugar de procurar que lo corrigiesen y atasen?” (Agustín, Carta 93, I, 2) “No todo el que perdona es amigo, ni todo el que castiga es enemigo: mejores son las heridas del amigo que los besos espontáneos del enemigo.” (Agustín, Carta 93, II, 4)

[vi]Aunque, tal y como nos enseñó Appiah, en Las mentiras que nos unen, no debemos caer en el determinismo textual de pensar que una religión es definida por sus textos, ya que pueden encontrarse citas que respalden posturas muy diferentes, y una misma cita puede ser interpretada de maneras divergentes, y aun contradictorias, es difícil no citar algunos pasajes de la Biblia que animan a la destrucción de cualquier alternativa religiosa, o laica: “El que ofrezca sacrificio a otros dioses, en vez de ofrecérselo solamente a Jehová, será muerto.” (Éxodo, 22, 20) “Y derribaréis sus altares, y quebraréis sus imágenes, y sus bosques consumiréis con fuego; y destruiréis las esculturas de sus dioses, y extirparéis el nombre de ellas de aquel lugar.” (Deuteronomio, 12, 3) “He aquí os doy potestad de hollar sobre las serpientes y sobre los escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo.” (San Lucas, 10: 19)

[vii] “En el siglo V d.C., la colosal estatua de Atenea, la sagrada pieza central de la acrópolis de Atenas (…) se envió a Constantinopla, un gran triunfo para la ciudad cristiana y un gran insulto para los ‘paganos’. Este acto de profanación imperial se apareció en los sueños de un filósofo ateniense; éste tuvo una pesadilla en la que Atenea, ahora sin hogar, lo visitaba en busca de refugio. Otros filósofos, que odiaban tanto esa nueva y agresiva religión que ni siquiera se mostraban dispuestos a decir la palabra ‘cristiano’, decidieron llamarlos ‘la gente que mueve lo que no debería moverse’.” (Marino, Vida de Proclo, § 30, cit. en Nixey, 114)

[viii] Las flautas y la música melismética, procedentes de oriente, cuna de los cultos dionisíacos, y consideradas excitantes y sensuales, fueron asociadas al demonio. Cabe conceder que también en la antigua Grecia se produjo un cierto rechazo o tensión hacia este tipo de instrumentos y de músicas, como sugieren, quizás, mitos como los de Apolo y Marsias. Dicha tensión, en parte intercultural, será elevada al rango de binomio existencial, u ontológico, tal y como lo desarrollará Nietzsche en El nacimiento de la tragedia.

[ix]Nixey cita en este punto el AvodahZarah, un tratado judío que daba instrucciones detalladas sobre cómo maltratar adecuadamente a una estatua. Un cristiano llamado Demeas escribió en mayúsculas en una cruz de madera hallada en Éfeso: “Habiendo destruido una artera imagen de la demoníaca Artemisa, Demeas puso esta señal de la verdad, honrando tanto a Dios, el ahuyentador de ídolos, como a la cruz, símbolo victorioso e inmortal de Cristo”. (cit. en 134)

[x] En la Vida de san Martín, un santo que vivió en la Francia del siglo IV d.C., se dice que éste “prendió fuego al santuario más antiguo y famoso”, para luego continuar con otro templo en una aldea distinta, donde “demolió completamente el templo perteneciente a la falsa religión y redujo a polvo todos los altares y todas las estatuas”. (Sulpicio Severo, Vida de san Martín, 14, 1-7)

[xi]Nixey sigue en este pasaje los estudios del arqueólogo EberhardSauer, un especialista en arqueología del odio religioso.

[xii] El orador Libanio y el poeta Páladas, entre muchos otros, quemaron muchos de sus libros.

[xiii]En las Constituciones apostólicas: “¿Qué tenéis que ver con discursos, leyes o falsos profetas extranjeros que subvierten la fe de lo inestable?” Si deseas leer historia, “acude a los Libros de los Reyes; si filosofía y poesía, tienes los Profetas, el Libro de Job y los Proverbios, en los que encontraréis una sagacidad más profunda que en todos los poetas y filósofos paganos porque esta es la voz del Señor (…). Por lo tanto, ¡manteneos siempre alejados de todos esos libros extraños y diabólicos!” (Constituciones apostólicas, 1.6.1.1-2)

[xiv] Véase también Deuteronomio 12: 2-3.

[xv] Según Juan Crisóstomo: “La sinagoga no es sólo un burdel (…), también es una guarida de ladrones y un hospedaje para bestias salvajes (…), una morada de demonios (…), un lugar de idolatría.” (Discursos contra los cristianos judaizantes, 1, 3, 1) No es extraño que los textos de Juan Crisóstomo fuesen reimpresos por los nazis.

[xvi] Existen diferentes versiones del ataque. Según Nixey, la de Sócrates el Escolástico (Historia eclesiástica, VII, 13-15) es la más fiable. Según Juan de Nikiu (Cronica, LXXXIV, 87), la arrastraron por las calles hasta que murió; según Damascio (frg. 43, le arrancaron los ojos);y según Hesiquio, su cuerpo fue esparcido por la ciudad.

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