“En un año ha realizado el programa de los Gracos, ha conseguido una Italia unida y rica, patria común y centro del Imperio. Ha hecho de Roma la ciudad más espléndida del mundo entero. Todos lo han venerado como a un dios. ¿Y sabes por qué? Porque lo era.”
Filippi, Macedonia, 42 a. C. De noche, fogatas en la llanura y sobre las colinas hasta donde se perdía la vista. El viento sopla y trae los gritos roncos de los centinelas, un hombre en pie delante de la tienda pretoria con los ojos fijos en la oscuridad. Cerca de cincuenta años, vigorosos aún, lleva sobre la lorica las insignias del primus pilus. Una voz dentro de la tienda, tono cabreado: “Aulo Viburzio Treboniano: ¿quieres volver dentro? ¡Estás haciendo que se me congele la mentula!¡Raza de semibárbaro cisalpino!”.
CURZIO MALATESTA
El centurión sonríe y se vuelve: ”Pero, ¿no decías tenerla de granito, Marco Antonio? El granito no puede congelarse.”
Antonio estalla a reír: “No soy yo quien lo dice, amigo, sino mis amantes. Así que, si no quieres que la mitad de las mujeres de Roma te vengan a buscar para lapidarte, deja de hacer entrar ese viento frío que está por dañar mi virilidad. Ahora, ¡entra y bebamos! Mañana por la mañana combatimos y por la noche brindaremos otra vez. O a César o con César”.
“Me gusta este brindis, Marco Antonio, sabes ser un verdadero poeta di-vino”.
“Ya. Alceo siempre ha sido mi preferido. ¿Pero qué quieres saber de poetas griegos? Tú, ¡que eres medio celta y hablas a duras penas el Latín de las legiones! ¡Qué locura ha cometido el Divino Julio al otorgaros la ciudadanía! ¡Es sólo casualidad si en Alesia no combatiste por Vercingetorix!”.
Aulo ríe, se sienta y se sirve de beber: ”¿Cómo puedes beber este meado de mulo? Los griegos saben hacer el vino como la guerra”.
“¿Qué quieres decir?”
“No saben hacerlo”.
“Ya. Pero veo que tragas el meado de mulo griego… ¿será porque te gusta?”.
“No, es sólo que soy un soldado profesional, así que bebo todo lo que pillo, mientras puedo. La vida del legionario es una vida perra, tú que eres de familia noble no puedes comprenderlo”.
Marco Antonio sonríe: ”Una cosa que nunca me has dicho es por qué te has enrolado de nuevo. Ahora que, licenciado, eras un rico propietario, decurión de Narbona…”.
“He sido centurión primipilo de la Décima. Ahora de la Décima Gemina, para vengarlo”.
“Lo querías mucho, ¿no es cierto?”.
“Todos lo amábamos. ¿Has conocido jamás uno siquiera parecido a él?”.
“No. La verdad es que no.”
“Ni yo. Era nieto del gran Cayo Mario, pero lo superó en todo, como soldado y como general. He combatido bajo sus órdenes durante trece años, de Bribacte a Munda. He estado con él en las Galias, Germania, Britania, Grecia, Egipto, Asia, África, Hispania, y jamás ha sido derrotado. Nadie se movía tan rápido como él. Precedía siempre a todos, con el pensamiento y con las piernas. En cinco años ha destruido ejércitos infinitos de Galos y de Germanos. Ha arrancado Italia de las manos de Pompeyo con una sola legión y con una sola venció a Farnace. Marchaba con nosotros, además, delante de nosotros, con la cabeza descubierta. Comía lo que comíamos nosotros, a menudo menos que nosotros. Más de una vez, en situaciones críticas, ha embrazado el escudo, se ha lanzado contra el enemigo y parecía Marte en persona. Era un dios de la guerra. Las victorias demostraban su divinidad, y cuando combates al lado de un dios, además de que no puedes perder, combates en el lado justo. Éramos sólo sus soldados, pero el nos llamaba commilitones, y se acordaba de nuestros nombres, condecoraciones y, en muchos casos, de los apodos.
”Piensa que, una vez, lo he visto dictar, al mismo tiempo, siete cartas diferentes, a siete tabelarii que apenas podían seguirle. Una mente así no puede ser humana. Y después de la victoria, la clemencia, también ésta sobrehumana. Mario masacró a sus opositores, Sila los exterminó, César los perdonó. No se les hizo nada, ni siquiera a aquel empecinado fanfarrón de Cicerón. Cuando volvimos a Italia después de Farsalia, desembarcando en Brindisi, incluso le fue a recibir ese cara de garbanzo gordo, como indica su nombre, con un séquito de senadores temblorosos que se escondían tras el orador. César bajó del caballo, fue al encuentro de Cicerón, y le pasó el brazo por los hombros charlando amablemente, al final les envió a todos vivos y felices a sus lujosas domus. Y aquel asqueroso en los idus de Marzo estaba exultante como un muchacho tras el primer polvo.
”Has hecho bien, Marco Antonio. Si hubiera sido por mí, le hubiese cortado cabeza y manos ya en Brindisi. Pero César no. También en esto era sobrehumano. Invencible en la guerra, ha vencido en la paz perdonando a los enemigos y beneficiándoles tanto como a los amigos. Ha conseguido una Italia unida y rica, patria común y centro del Imperio. Ha extendido el poder de Roma de un confín a otro de la tierra. Ha hecho de la Urbe el centro del mundo. Todos lo han venerado como a un dios, Marco Antonio, y yo, el primero. Y ¿sabes por qué? Porque lo era.”
(Extracto de la sección Res Gestae, de Area, revista digital de cultura de la derecha social italiana)