Cunas, lenguas y azar

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Nadie elige el lugar donde nace, ni los padres que lo engendran, ni el nombre que le asignan, ni las lenguas que recibe. Nos sentimos agradecidos a pesar de la arbitrariedad. Lugar, padres, nombre y lenguas condicionan la personalidad. No es frecuente renunciar a los principios de nuestra esencia, ni a los progenitores, pero siempre hay algún defectillo cerebral que trastorna el entendimiento.

Cuna

El escritor Antonio Gala presumió con una mentira piadosa de cuna cordobesa para evitar la cita de su pueblo natal, Brazatortas, que suena a penitencia.

Abominar de los progenitores es una atrocidad, ni siquiera cuando se hace para sentirse más de algo. Al político independentista Carod-Rovira no le hacía gracia ser hijo de un miembro del cuerpo de la Guardia Civil, y tampoco, según tengo entendido, que su madre fuera aragonesa, y no de noble sangre catalana. catalana de pura cepa. Mucho más pedigrí exhibía con su identidad catalanizada en Josep Lluís Carod-Rovira que con el ridículo españolismo José Luis Rovira.

Llamar Zapatero o Ayuso al expresidente José Luis Rodríguez o a la presidenta Isabel Díaz es elección de los hablantes en busca de la rentabilidad en la información. Excúsese también a la mujer apellidada Cuesta que bautizaron Luz mucho antes de saber cómo iba a subir la tarifa. Y tampoco a la familia Fuertes, que ha tenido el desliz de llamar Dolores a su hija. Lugar, nombre, progenitores y lenguas se conservan desde la cuna hasta la sepultura.

Ser madrileño, castellano, español y europeo, hijo de minero o de ministro, llamarse Isidro o José, y hablar español con deje de Vallecas son señas de identidad, a las que más tarde se añaden otras que contribuyen a engrandecer o achicar el pedigrí.

Lenguas

Pero interesa concentrarse en lo que confieren las lenguas. Suele la gente estar encantada con las que conoce, en especial las de su infancia, las que se instalan en los primeros años de vida, las que se convierten en instrumentos naturales de pensamiento y comunicación, ya sea el aranés, el alsaciano, el sueco o el tártaro. Nadie se avergüenza de hablarlas. Al contrario. Araneses, alsacianos, suecos y tártaros se sienten orgullosos de haber heredado, también sin esfuerzo, la lengua que sirve para superar barreras comunicativas, que son el español, el francés, el inglés y el ruso respectivamente. No es una cuestión de aprecio, es una cuestión de identidad.

Tan propia es para un veneciano el véneto como el italiano. Con la primera siente un fabuloso orgullo por tratarse de una ciudad con tanto empaque en la historia, en el arte, en el turismo y en el aprecio de quienes la visitan y guardan un cálido y perdurable recuerdo. Pero todos los venecianos sienten el mismo orgullo, incluso más, por hablar toscano que es el idioma que abre las puertas, que fue la lengua de Petrarca y Manzoni, a la que todo el mundo conoce hoy como italiano, incluso los venecianos. También sicilianos y piamonteses se sienten orgullosos de hablar italiano, sin lesionar su específico aprecio a sus otras lenguas, el siciliano y el piamontés. Cuando el italiano se llamaba toscano, al español se le conocía como castellano. Pero como los nacionalismos rechazan la terminología españolista, no solo prefieren llamar castellano a lo que todo el mundo llama español, sino que también lo imponen. ¿Se imagina alguien que los independentistas quisieran llamar toscano al italiano de hoy?

Que no cunda el pánico. No todo el mundo confunde velocidad y tocino. En la mayoría de los dominios donde conviven dos lenguas está muy claro que ambas son necesarias, y nadie les pregunta si quieren más a la una que a la otra de la misma manera que ya nadie pregunta a los niños si quieren más a su padre o a su madre.

Lenguas autonómicas

Se ha generalizado en Cataluña y Vascongadas, por orden de los líderes políticos, el desprecio a todo lo que suene a español. Les agrada incidir en el hecho diferencial de la lengua, aunque sean incapaces, porque es imposible, de quitarse a la lengua española de la boca. Les gustaría, y lo intentan, y creen que van a poder, pero todo esfuerzo es tan vano como los dictados que otros caciques, tiempo atrás, que quisieron dar voz al español y bajar el volumen del catalán y el vasco. Ni con la presión de entonces perdieron hablantes ni con las inyecciones nacionalistas de ahora los gana porque la evolución de las lenguas es cosa de hablantes y no de gobiernos.

¿Qué está pasando? Pues pasa que no se pueden modificar con leyes las señas de identidad de las personas. Si un cargo público de la Generalidad señala al chico que ha denunciado por déficit de enseñanza en español en su colegio, algo delicado está pasando. Si el Govern pasa una encuesta para que los alumnos delaten a los profesores que usan en clase el castellano, y defiende, con todo cinismo, la legitimidad de la pesquisa, algo grande está pasando. Si el gobierno regional acaba con los textos en español en todas las paradas del Metro de Valencia, como si al exterminarlas acabara con la lengua más extendida, con diferencia, de la ciudad, comete un gravísimo error de respeto, de desprecio, de xenofobia.

Azar

Los gobiernos pueden decidir cuál es la lengua que más conviene para entenderse, la que de manera natural y por la elección de sus hablantes sirve más y mejor a la comunicación. Por eso los independentistas mexicanos eligieron el español y no el náhuatl, los gobiernos de la India eligieron inglés y no el hindi, los revolucionarios franceses la langue d’oeil (que ya se llamaba francés) y no la langue d’oc (hoy occitano). Y les fue y les va muy bien porque las lenguas se adaptan a las necesidades de los hablantes siempre que sean los hablantes quienes las elijan, y no los gobiernos quienes las impongan.

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