Rubens y Snyders, 'Prometeo encadenado'

Vivir emboscado: arqueología del rebelde (y II)

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En todas las culturas encontramos el mitema  del rebelde. En aquellas dos corrientes que fundamentan el mundo occidental, la griega (Atenas) y la judía (Jerusalén), están representados en dos mitos clave: el de Adán y Eva al comer el Fruto Prohibido y el de Prometeo al entregarle el fuego a los hombres. La transgresión del mandato divino lleva atesorada la perdición de la caída. En el mundo antiguo la rebeldía era un acto injustificado de vulneración de un tabú sagrado y, por ello, el rebelde debía ser castigado con severidad. Varios autores literarios del siglo XX han visto en la rebeldía una virtud y en el rebelde a un anti-héroe moderno. Así, Albert Camus retomó el mito de Sísifo para retratar el absurdo inherente a la condición humana. En su gran novela El extranjero (1942), Meursault, su protagonista, representa el mayor ejemplo de “rebelde” en literatura: heredero del mismo Wether, comete un suicidio simbólico al disparar repetidamente sobre un argelino, dejando una bala en el tambor del revólver: aquella destinada a él mismo; para convertirse, así, en un enemigo público que merece ser juzgado y ejecutado por su actitud antisocial representada en el acto negativo de no llorar en el funeral de su madre.

En los EE. UU., a la sazón primera potencia mundial al término de las dos grandes guerras civiles europeas, la figura de “el rebelde” literario se revaloriza a través de diferentes obras y autores influidos mutuamente: 1) Pregúntale al polvo (J. Fante, 1939); 2) El guardián entre el centeno (J. D. Salinger, 1951); 3) La conjura de los necios (Kennedy Toole, 1980); 4) La senda del perdedor (C. Bukowski, 1982). Continuadores de una serie de novelas autobiográficas de autores tan dispares como Ernest Hemingway (Adiós a las armas, 1957) o Thomas Wolfe (El ángel que nos mira, 1929); y de una temática, la del sueño americano y su fracaso, representada brillantemente por F. Scott Fitzgerald en dos novelas inmortales: El gran Gatsby (1925) y Suave es la noche (1934), encontramos distintas variaciones del mismo motivo en dichos autores: la religiosa (Toole), la impresionista (Salinger), la realista (Fante) y la irónica (Bukowski). El menos conocido de esta serie de libros, pero, aun así, el más digno de reseñarse, es El rebelde (1990) del nietzscheano Robert E. Howard.

El género “de aprendizaje” en relación con la iniciación a la vida adulta es uno de los más importantes en la literatura: se da en personajes como Teseo, de La Odisea, o en personajes como el bachiller Sansón Carrasco, de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. El nombre académico, bildungsroman, proviene de los dos tomos dedicados a Wilhelm Meister por Goethe. Autores como Dickens, Stevenson, Mann, Joyce o London, por citar algunos nombres, lo han explorado con brillantez. Sin embargo, estos autores modernos demuestran, con respecto a los antiguos de toda la tradición, una evidencia propia del mundo moderno: la imposibilidad del autodescubrimiento espiritual en un panorama dominado por “la técnica” y “el reino de la cantidad”. Por ello, el rebelde moderno está obligado a “emboscarse” para no sucumbir a la dinámica de lo que le rodea.

El aprendizaje, en el mundo moderno, no conduce hacia el interior de uno mismo o nosce te ipsum clásico, sino hacia la nada de un mundo material. Con otras palabras: Teseo no puede salir del laberinto. Como en Howard, en Fante, en Salinger, en Toole o en Bukowski, el destino no es más que un baile constante de trabajos precarios y desilusiones incesantes que ayudan a cimentar una condición errabunda de desarraigo y desasosiego constantes. Esa es la razón por la que todas las novelas seleccionadas acaban en un punto que es en apariencia irrelevante e insustancial: porque la vida no tiene sentido y porque sólo la asunción de dicho principio puede llevar a transgredirlo éticamente con una actuación que haga “como si” la vida si tuviera un sentido; “como si” aún se habitara un tiempo anterior: la actitud de ser un rebelde, de ir “a la contra”; la actitud de reaccionar, en definitiva.

Marx o Nietzsche criticaron con una lucidez temprana la figura del burgués. En su línea, varios autores españoles de la mal llamada “generación del 98”, puramente germanófila y schopenhaueriana —seguramente por vía krausista—, continuaron dicha crítica a través de distintas novelas autobiográficas de gran profundidad filosófica, donde destacan El árbol de la ciencia (P. Baroja, 1911) y La voluntad (J. Ruiz “Azorín”, 1902), protagonizadas ambas por sendos rebeldes en el marco de una España que naufragaba. El mundo capitalista es el mundo dominado por la figura del “mercader”, donde todo tiene un precio y el hombre es reducido a mero homo oeconomicus. Frente a esa perspectiva, Nietzsche opone al “superhombre” (übermensch), que representa unos valores opuestos y enfrentados. Recordemos que, para Emmanuel Mounier, “el burgués es el hombre que ha perdido el sentido del ser, que sólo se mueve entre cosas, y cosas utilizables, desprovistas de su misterio”.

El cine también ha explorado, desde un nihilismo muy similar al de Howard, esta figura del héroe/antihéroe norteamericano en numerosas películas como Les 400 Coups (1959), The Hustler (1961) o The Misfits (1961); o en toda la filmografía de Nicholas Ray o de Sam Peckinpah, que representan una reacción violenta frente al progreso. Para ello son necesarias figuras protagónicas de weirds, “raritos” o inadaptados, tal y como aparecen caracterizados los protagonistas de películas como Midnight Cowboy (1969) o como Easy Rider (1969). La sociedad americana habría pasado de retratar al “pionero” (pioneer) para retratar al “rebelde” como figura alternativa a una burguesía en continua expansión y evolución.

Desatino es comprimir la esencia como algo fijo, no entender la fugacidad del movimiento como su verdadero ser. Morir no es perecer, sino desposeer a la conciencia de su sensibilidad. Disolverse, consolarse entendiendo que la laguna continuará cuando hayamos desaparecido. El argumento por el amor a la vida. El mero hecho de contemplar la beldad de ese cambio es el acicate por la tragedia de estar vivos. Su justificación y su sentido. Podemos recrear ese lugar idílico cultivando nuestra ánima. Thoreau lo hacía con las judías. Abriendo una página azarosa del libro uno encuentra un vergel de paz. Como si al alma humana no le importara estar siendo despedazada mientras contempla una imagen cautivadora.

Así comienza la poesía: queriendo legitimar figuraciones bellas. En Walden proliferan. Su triunfo es la aparente sencillez que tanto entraña, ese misterio que no podemos resolver: que un instante de placidez apacigüe la onerosa carga de Adán, Prometeo y Sísifo. El gran hallazgo de Ernst Jünger en pleno siglo XX es que no hace falta construir una cabaña en el bosque para vivir emboscado, puesto que la emboscadura es un estado interior del ser que el hombre libre se otorga a sí mismo por medio de la voluntad:

El mundo donde estamos se asemeja a una embarcación que a veces exhibe rasgos de confortable lujo y otras muestra signos de terror. A la mayoría de los pasajeros les pasa inadvertido que habitan simultáneamente en un mundo distinto. Tan superior es el segundo de estos reinos al primero que parece contenerlo dentro de sí como un juguete. El segundo de estos reinos es puerto, es patria, es paz y seguridad, cosas que todos nosotros llevamos dentro.

Quiero terminar de escribir estas líneas recordando la muerte hace apenas unos años del gran Philip Roth. Evocaba a un escritor enfermo que vivía ascéticamente en una cabaña en el bosque: era Nathan Zuckerman, alter ego literario de Roth, al final de sus días, mientras vivía un ideal filosófico, un credo moral, una forma de mirar la sociedad y la naturaleza: la vida. Roth:

La cabaña: el paliativo de la choza primitiva, el lugar donde te despojas de todo y vuelves a lo esencial, al que regresas para descontaminarte y eximirte de la lucha. El lugar donde te quitas, como si mudaras la piel, los uniformes que has llevado y los disfraces que te has puesto, donde prescindes de tus magulladuras y tu resentimiento, tu paz con el mundo y tu desafío al mundo, tu manipulación del mundo y el maltrato al que el mundo te somete. El hombre que se interna en el bosque. Es un motivo que abunda en el pensamiento filosófico oriental, en Thoreau. El habitante del bosque, la última etapa de la vida. Pensad en esas pinturas chinas del anciano bajo la montaña. El viejo chino completamente solo bajo la montaña, apartado de la agitación de lo autobiográfico. Ha entrado vigorosamente en competencia con la vida y, ahora, sosegado, entra en competencia con la muerte, atraído hacia la austeridad, lo último en que se especializa”.

Su óbito no supone la consunción de ese ideario, sino la constitución de un eslabón más que estipula su desarrollo. De unos escritores aún hoy dispuestos a cazar la ballena blanca de su literatura: esa "gran novela americana". Existió la "gran novela española” en Galdós. Mas no queda persistencia en nuestras letras. Su oro es ya exiguo. Carecemos de reconocimiento en esos precedentes. De la apetencia por encontrarnos. Esta es una discontinuidad aplicable a la mayoría de facetas de la identidad contemporánea, especialmente en Europa. Válida es aún la crítica de Chesterton a una deconstrucción que no ensambla nada en su lugar; el vacío del nihilismo señalado por un preocupado Dostoievski. El europeo lleva generaciones de hombres sin atributos. Empequeñeciéndose en una prosperidad hedionda. Nuestros "intelectuales", lejos de reaccionar contra este horizonte, nos invitan a revolcarnos en él. Qué decir del resto.

Tras un siglo de vanguardias y existencialismos, Duchamp terminó por descabezar el arte apocándolo a su valor de mercado. Cercenó una estética de "lo Bueno, lo Bello y lo Verdadero", devastando la esencia cristiana de Europa. Se acabó una literatura española identitaria que comprende desde El Lazarillo de Tormes a La Defensa de la Hispanidad. Un ideal de conceptos universales que comprende desde La apología de Sócrates a La crítica de la razón pura. Cuando “todo lo sólido se desvanece en el aire”, cabe la resignación a un relativismo irreconciliable con la posibilidad de constituirse como ser humano. Que nos deja como un siendo deslavazado. Los nacidos en este tiempo somos unos hijos sin padres: ulteriores a la vida. Abocados a un mundo de dígitos. Hemos nacido extranjeros: cuando los muros de Roma se han derrumbado y han entrado los bárbaros. Somos nosotros. Las generaciones inmediatamente anteriores creyeron destruir un mundo acabado para extraer una utopía. Con la promesa de la libertad y la igualdad hallaron un abismo para regalárselo a sus descendientes. Son unos padres sin hijos.

El concepto de familia ha quedado relegado a eso: a padres sin hijos; polvo. A hijos sin padres; ceniza. A Nada. En Europa no vive nada. Salvo el euro. This is the end. Arduo es no recurrir a las comparaciones, aunque sean odiosas. Por serlo. Sabiendo que en algún recóndito lugar de un bosque en Massachusetts sigue vivo el Sócrates de Concord; el Platón de Walden Pounds. Tocar un lago, tocar un árbol, tocar una idea, es tocar un hombre. Añorar la nieve o mirar las estrellas. Admirar lo obscuro y apreciar el amanecer. Escuchar un gorrión. Cortarse la cara con el viento al caminar. Seguir vivo.

Enlace con el anterior artículo
"Vivir emboscado: una cabaña en Walden Pounds (I)"

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