Leer a Céline es conocerle. No hay lugar a dudas, la mejor forma de conocerle es leyendo Viaje al fin de la noche, tan autobiográfica como todas sus novelas, pero, si cabe, la que concierne a ciertos episodios cruciales en su vida.
Pero ¿cuál era el estilo literario de Céline?
Céline era un oráculo locuaz de los vicios inscritos en el código genético de la especie humana desde el principio de los tiempos Se habla mucho, en este sentido, de su pesimismo antropológico, saludable, genuino, pero muy poco de su incisiva ironía y de su incomparable humor negro, de su mordacidad cínica y de su asombroso don para burlarse de todo cuanto pasa en sociedad por sublime o por abyecto, ya sean las ilusiones colectivas, los ideales elevados, las pulsiones sexuales, los intereses prosaicos o los melodramas sentimentales.
Se habla mucho de su violencia verbalizada, pero muy poco de su delicadeza sensorial, de su enorme sensibilidad para captar las impresiones, las sensaciones, los rasgos y los detalles concretos de la realidad más impura. En el fondo, en el tratamiento del lenguaje, de los diálogos, de las percepciones y descripciones, es uno de los escritores más realistas y crudos de la historia. En comparación, cualquier otro retrato de la realidad parece anodino, abstracto. Realismo, naturalismo, impresionismo, expresionismo, surrealismo: los supera a todos por exceso de recursos, por hiperestesia expresiva, por voracidad estilística.
No es Céline un escritor realista al uso. Por eso su estilo, delirante y desmitificador, es inimitable. Un arma absoluta de destrucción selectiva. No se trata de remedar, con más o menos gracia, una supuesta habla popular, ni de intercalar forzadas interjecciones en un discurso espasmódico, o puntos suspensivos como calculadas afasias retóricas en un monólogo insensato, sin destinatario reconocible, que parece brotar como una blasfemia contra la creación divina de la boca retorcida de un demente. No. La apocalíptica versión del mundo de Céline surge de un estilo arrebatador, una combinación de visualidad alucinada y musicalidad espectacular, que se apodera de su mente como un fármaco de efectos hipnóticos y la arrastra sin remedio a la perdición de los sentidos y del juicio. La fusión total con una realidad caricaturizada hasta lo grotesco.
Su retórica es utilizada como un auténtico proyectil fonético, como una carga de profundidad que se instalase en el cerebro receptor. Utilizar los términos “negro”, “alemán”, “francés”, “ruso”, “enfermo”, “lisiado” como adjetivos despectivos forma parte de una estrategia para convertir el léxico en una suerte de ametralladora. Céline pretende arremeter contra el relato lineal. La sintaxis, el vocabulario, la disposición de los acontecimientos, todos los elementos de su prosa sirven para expresar la crispación, el estado de tensión que está viviendo el escritor en el momento mismo de generar su enunciado. Palabras obscenas (retrete, zurullo, ano, orgía, reventar...), insultos, figuras retóricas de contenido macabro o el humor negro son otros de los elementos con que maltrata al lector, zarandeándolo, y provocando en él mil reacciones que van del más tonificante de los entusiasmos al más profundo de los rechazos.
¿Qué es la noche para Céline?
La vida misma, es decir, la guerra. Llegar a su fin es un acto de sinceridad, de desnudez. Todo aquel que se despoja de sus amables vestiduras revela lo que hay en él de inadmisible.
En diciembre la editorial Gallimard anunció que publicaría los panfletos antisemitas, pero se echó atrás por la presión mediática. El debate muestra el mal estado del aparato digestivo de la prensa de la República. Céline es malvado como lo es todo el mundo, aunque en momentos de polarización social o internacional haya siempre un bando que se apodere del lenguaje de la bondad, la santidad y la fraternidad para disimular, disfrazar, su hipocresía.
Céline entendía que escribir novelas y expresar su verdad se paga con la vida. Como si los lectores fueran cazadores y el autor la presa. Así se lo contó a la Paris Review en los años sesenta: «Nada se hace gratis. Hay que pagar. Inventarse una historia no tiene ningún valor. La única historia que cuenta es aquella por la que pagas. Cuando la pagas, entonces tienes derecho a transformarla». Parece sin embargo que Céline, una vez muerto, sigue pagando.
Ya en 1941 advirtió Junger cuando le conoció en París: «Un hombre alto, huesudo, recio, un poco pesado, pero vivaz en la discusión o, mejor dicho, en el monólogo. Cuando habla tiene la mirada fija propia de los maníacos y se tiene la impresión de que este hombre camina hacia una meta desconocida».
Entretanto, su estilo escrito, que tan mal sienta al debate, sigue insuflando energía a muchos lectores porque sus palabras dichas desde el arrojo, la honestidad y el compromiso siguen siendo trascendentales.