Tengo para mí que la deseuropeización de Europa la comenzamos nosotros mismos, los europeos, mucho antes de la creación de la Comunidad Económica. Hablar de la caída en desuso de los valores que nos construyeron, probablemente sería atinado si es que creemos que las civilizaciones se erigen alrededor de un ideario. Yo pienso que los valores vienen siempre después de algún otro impulso, como justificación o así, al menos hasta la creación de las filosofías idealistas, que, además de invertir el curso habitual del río de la vida, me parecen por lo general un exceso de optimismo o fe en lo teórico que casi nada más han producido dictaduras y sistemas inhumanos. El motor constructor de Europa, como ocurre con las parejas, pienso que fueron dos: un ansia insaciable de conquista y un anhelo no menor de definirse a través de la diferencia.
En el mundo globalizado que vamos a dejar como legado, la idea de conquista aparece completamente erradicada, salvo para el imaginario medieval de los fanatismos teocráticos, y el afán de ser distinto ha sido lenta y minuciosamente laminado, arrumbándolo individualmente a los arrabales de lo asocial o de la locura, y, en lo colectivo, promoviéndose un igualitarismo democrático estético por cuyo tamiz se pasan todos los asuntos hasta dejarlos hechos un puré apto para el consumo desubicado e impersonal. La homogeneización de ciudades, culturas y sociedades, es cuando menos y a grandes rasgos una realidad en vías de desarrollo: no alcanza a todos los rincones pero tampoco es ese su objetivo, sino que todos los rincones se reúnan y concentren primero en microcapitales urbanas, núcleos de conurbación después, megalópolis al fin. Su intercambiabilidad está garantizada por planes urbanísticos calcados, estilos arquitectónicos internacionales, multinacionales de diversos sectores que van desde la industria de mobiliario urbano a la publicidad o la jardinería. Es lo que Juan Goytisolo denomina «la hora de Bizancio», aquella en la que comenzó a trabajar el piquete destructor de la uniformización.
La reunión de la población en núcleos urbanos cada vez mayores y semejantes, la concentración humana, en muchos países del viejo continente es plenamente tangible. En otros, como el nuestro, es de curso más lento, pero progresa: el estrangulamiento de las zonas rurales a través de la degradación de servicios y la falta de empleo tiene incluso a algunas provincias de interior ya al borde la extenuación poblacional, destinadas al abandono, sin otro destino que la muerte por consunción. Con la misma técnica usada para civilizar aborígenes con que el expansionismo europeo asentó sus imperios, Europa destruye su tejido de entidades locales menores: se dio a probar las mieles del estado del bienestar, y, cuando vinieron mal dadas, la colmena se instaló intramuros, privando de su néctar a todos cuantos permanecieran fuera. Es este un camino que se me antoja de un solo sentido, irreversible. No tiene vuelta.
La inmigración y la acogida de refugiados, que en grandes urbes como París vienen a sumarse a un contingente de población de por sí nutrido, generan debates de todo tipo en los que tarde o temprano saltan a la palestra conceptos mediáticos como el choque de civilizaciones, la interculturalidad o el fantasma de triste recuerdo de la identidad, el miedo atávico al otro. Alain Finkielkraut, en La identidad desdichada, donde considera que Europa se ha convertido en un continente de inmigración, viviendo en una edad postidentitaria, postula, frente al concepto de pertenencia de la nacionalidad, una especie de nuevo localismo sentimental: «la filialidad, la inscripción en una comunidad determinada». Un modo de inserción que aboga por la supervivencia de las costumbres y usos locales —imaginamos que matizadas por cierto grado de síntesis y fusión con las foráneas— y aboca a un horizonte renacentista, con reminiscencias de las ciudades-estado. Como todos los conflictos binarios, este de la identidad —yo, el otro—es posible resolverlo dialécticamente sobre el papel. Al menos, mientras olvidemos que a lo largo de nuestro transcurrir todas las invasiones han albergado uno de estos dos criterios: civilizador o conquistador. No es el asunto de este ensayo, pero la solución convivencial, pese a ser la más políticamente correcta, quizá termine resultando también correcta políticamente, además de pragmática y llevadera, que en el vivir al día de Bruselas no es poco.
La hora de Bizancio de la cultura, el tiempo de su homogeneización, parece haber llegado. Golpea la puerta al menos, se manifiesta con un montón de señales que nos indican que está en el umbral, dispuesta a entrar y tomar posesión de las antiguas estancias que nos han servido durante siglos. El último cerrojo útil es el que ha sido su reducto secular durante los últimos siete siglos, pero la lógica del capitalismo está aflojando sus tornillos y las universidades son cada vez menos templos de la sabiduría a favor del hombre y más factorías de profesionales rendidas al mercado laboral. Ninguna casa de apuestas ofrecería a unos años vista un alto porcentaje a favor de la alta cultura.
La amenaza para la cultura popular o local no es apreciablemente menor. Tradicionalmente, se ha considerado que el aislamiento producía diversidad. Durante los últimos doscientos años, en una tarea obstinadamente continua, la especie humana ha dedicado ímprobos esfuerzos para romper las barreras de la comunicación entre continentes, países y personas. El éxito incontestable obtenido en esta empresa supone una no menos contundente destrucción de la diversidad cultural, una aculturación rampante. No estamos descubriendo nada, sino haciendo hincapié en que nos hayamos en un estadío avanzado —quizá en su etapa terminal— de procesos que ya enunciaran, con suficiente antelación, algunas de las mentes más preclaras. Y desde trincheras ideológicas antagónicas. Si Theodor Adorno y Max Horkheimer pudieron diagnosticar en un temprano 1944, en su obra Dialéctica de la Ilustración, que la industria cultural en la sociedad capitalista se había erigido en heredera del «lugar de la socialización» de las formas culturales, ante la progresiva disolución de la familia, una industria —recalcaban— «que solo produce conformismo, aburrimiento y huida de la realidad», T. S. Eliot en 1948 sostuvo, en el libro Notas para una definición de la cultura, que la transmisión de la cultura había pasado de convertirse en una prerrogativa no de las familias sino del Estado, lo que suponía la muerte de la cultura tradicional.
La novedad es que hay un nuevo actor en la obra, el que acaso tiene la mano que va a dar por finalizada la partida, según sostienen algunos, inspirados por las profecías de McLuhan. Internet, que es un estado sin gobierno ni capital, inabarcable y ubicuo, que acaba con el sentido lineal del tiempo de la Ilustración y modifica el sentido de lugar, sería ese Armagedón que supondría el fin de la cultura, en las diversas formas plurales que la hemos conocido hasta ahora, uniformando el mundo.
©Antonio Manilla - Ciberadaptados (primer capítulo) - Ed. La Huerta Grande, 2016.