Todo el mundo anda inquieto en estos tiempos de epidemia por la desaparición del turismo que la plaga trae consigo. Bueno será, pues, que recordemos lo que representaba (y volverá a representar) esta otra otra plaga que es el turismo masificado y gregario. Lo que el turismo significa para la destrucción de la Venecia hoy vacía, lo expresaba aquí Fernando Sánchez Dragó en un artículo de diciembre de 2016 que vale la pena recordar en el momento actual.
Lo que hace unos días publicó El MundoMónica Bernabé me hirió en lo vivo. Contaba que Venecia está perdiendo población a un ritmo análogo al de 1630, cuando una epidemia de peste bubónica la devastó. Ahora lo hace otra dolencia igual de grave que lleva trazas de carecer de cura. Me refiero al turismo, versión posmoderna del Becerro de Oro al que rinden culto todos los poderes fácticos de la tierra. Tras la fuga en masa y las no menos masivas muertes de aquel año necesitó la ciudad más de un siglo para que en sus calles volviese a sonar el ruido de la vida y en sus canales el chapaleteo de las góndolas, las romanzas de los gondoleros y los chichisbeos de los galanes que embobaban a las mascaritas. Adoro esa ciudad, en la que tuve la suerte de residir en 1962 y 1963, siendo yo lector bisoño de español en un instituto de la ciudad de Padua, muy próxima a la Serenísima República de los Dogos. Venecia es la urbe más hermosa del orbe, a miles de leguas luz de la segunda. La recuerdo envuelta en el encaje de bruma que arropa los sueños. Había entonces muy pocos turistas y en los meses fríos, que allí son muchos, casi ninguno. Los vecinos eran los únicos dueños de los canales, los puentes, las plazuelas, los callejones, el celaje de mármol blanco y piedra roja de las fachadas, los islotes de la laguna, las pinturas de Tintoretto, los patos silvestres que Hemingway abatía en la isla de Torcello, las playas del Lido recorridas por Tadzios de cabello ensortijado y nalgas de fanciulla, las osterie en las que cocinaban a fuego lento granseole (centollos de caparazón tan blando como los de Nueva Orleans)... Con la primavera llegaba la temporada de ópera de La Fenice y las noches se nos iban frente a ella cenando exquisiteces, bebiendo Valpolicella y charlando con el compositor Luigi Nono, con el pintor Védova, con Carmen, mi novia, tan guapa como la ciudad, y con otros soñadores antifranquistas. Venecia tenía entonces algo menos de 200.000 habitantes; ahora tiene algo más de 50.000; dentro de poco será Comala... Veinticinco millones de turistas la visitan cada año. Los venecianos salen a 500 vándalos por cabeza. Los precios son escalofriantes y suben a cada minuto. La situación es insostenible y sólo el cerrojazo puede zanjarla. Hay que blindar Venecia y que imponer en sus poternas un número clausus. Reservemos la Belleza para las élites. No se hizo ese néctar para la boca de los turistas.
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