En la poesía de la experiencia puede alentar el fantasma de la banalidad y el prosaísmo. Pero el talento de Cernuda radica en haber proporcionado a la lírica española un lenguaje cuya sobriedad nunca supuso la pérdida de su esencia poética.
Semanas antes del estallido de la guerra civil, entraba en la historia de la cultura española uno de los libros fundamentales de poesía de nuestro idioma en el siglo XX. En la primavera de 1936, Luis Cernuda reunía sus versos en la primera entrega de “La realidad y el deseo”, título bajo el que irían juntándose los poemas escritos hasta la definitiva edición publicada un año antes de su muerte en México, en 1963. En su soberbio ensayo “La palabra edificante”, Octavio Paz alabó esta voluntad de integrar el conjunto de la obra lírica en una labor de crecimiento orgánico, que iba dando cauce a aquel impulso de la inteligencia poética para entender y relatar el mundo. Otros autores, singularmente Jorge Guillén, habían concebido de esta misma manera la tarea de escribir, y las sucesivas “Antolojías” de Juan Ramón Jiménez tenían un propósito parecido de integración, que escapaba a la idea de cerrar con cada libro una etapa independiente del quehacer literario.
Sin embargo, en el caso de Cernuda existe algo que ha permitido que su labor haya ejercido tanta influencia en las generaciones poéticas de la larga posguerra española. De sus manos brotó ese arriesgado compromiso lírico que fue llamado “poesía de la experiencia” por quienes trataron de emularle. La labor de crítico, de traductor y profesor a que se dedicó Cernuda permite subrayar un objetivo deliberado de construir no solo un estilo propio, sino una idea misma de lo que debe ser el lenguaje poético. Los cambios en su tono, en la selección de su vocabulario o en sus preferencias métricas, corresponden a un duro proceso de depuración. Cernuda afirmaría que su exilio y el contacto con la poesía inglesa le habían librado de lo que, para él, eran los peores defectos de la lírica española: el patetismo y la grandilocuencia. Pero en esa consideración despechada se encierra lo que hizo más grande a Cernuda: la capacidad de integrar el lenguaje poético español en una corriente que alcanzaría relevancia en la segunda mitad del siglo XX. La poesía de la experiencia no es un relato de lo cotidiano sin exigencia lírica alguna, sino todo lo contrario. Responde al esfuerzo por objetivar las emociones mediante el lenguaje poético, haciendo que lo vivido, lo sentido, lo pensado por el autor sea comunicable en el circuito exclusivo de sus versos. La experiencia no es la anécdota del autor; es el poema que edifica líricamente esa circunstancia.
Si en lírica de Juan Ramón o Guillén el riesgo se encuentra en una deshumanización del material poético; si en Lorca el peligro se halla en un despliegue excesivo de imágenes autocomplacientes; si en Eliot acecha siempre el discurso de una orgullosa solemnidad, que todos estos genios supieron evitar jugándose el alma en cada verso, en la poesía de la experiencia puede alentar el fantasma de la banalidad y el prosaísmo. Pero el talento de Cernuda radica en haber proporcionado a la lírica española un lenguaje cuya sobriedad nunca supuso la pérdida de su esencia poética.
En vísperas de la guerra civil, “La realidad y el deseo” parecía escapar a la dolorosa relación entre un Cernuda angustiado por sus opciones afectivas y un mundo cerrado a comprenderlas, para adquirir el rango de una cuestión más general. ¿No podemos considerar que la historia de aquella España, lanzada a descubrir su propia sustancia y su vigorosa voluntad en el periodo de entreguerras europeo, fue la terrible crónica de un enfrentamiento sin solución, entre el deseo voraz de construir una nación moderna y la realidad turbadora de la intolerancia, el atraso y las utopías violentas? Luis Cernuda era consciente de que la suya no era una queja personal, una aflicción íntima sino la expresión de un patriotismo que, en aras del amor a España, rechazaba todo aquello que implicara frustrar sus sueños de libertad.
La primera edición de “La realidad y el deseo” aún no había alcanzado la magnífica entonación de un canto de exiliado al fuego de la España posible y apagada, en cuyas cenizas se mezclaban las esperanzas de todos los ciudadanos que forjaron la idea de nación desde el inicio mismo de la guerra de la Independencia. Pero se encontraban algunos de los versos más conmovedores de un autor que dejó pronto atrás la frialdad de la “poesía pura”, para adentrarse en el compromiso de una literatura humanizada. En tres de sus secciones, “Invocaciones”, “Los placeres prohibidos” y “Donde habite el olvido”, Cernuda llamó al encuentro de los hombres a través del amor y el culto a la belleza. Y esa belleza no era solo referencia estética, sino valor emocional, apuesta por la integración de todos en la acogedora brillantez de la bondad. Todas las fases de desengaño, de llamada al olvido, fueron superadas siempre por la insaciable búsqueda del otro, del cuerpo, de la persona en la que cada uno de nosotros averigua su propia trascendencia: “Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío.”
La denuncia de la soledad y el desencuentro nos parece hoy una inmensa metáfora de la quiebra de una convivencia esencial, la ruptura de una esperanza de conciliación. Esa metáfora habría de hacerse muy firme en el Cernuda que salió de España en 1937 para no regresar jamás. Pero se encontraba latente en aquellos versos tensos y desapacibles, exigentes de amor y rebeldes ante la ausencia de fraternidad entre los hombres. Los hombres hacia los que tendía sus palabras, hacia los que enviaba “un cuerpo interrogante” para captar “una mirada al azar, un roce al paso” que bastaban para que “el cuerpo se abra en dos”, ávido de vivir junto a quien pudiera comprender esa inmensa necesidad de amor, natural a la condición humana, y a la que los españoles dimos la espalda al unísono pocas semanas después de que aquel formidable escritor presentara en Madrid una obra maestra.