Ediciones Trea ha publicado recientemente un libro irregular y confuso, pero también impresionante: «Malestar en los museos», de Jean Clair. Jean Clair, conservador, historiador de arte y ensayista, es un señor de muchas campanillas. Trabajó en el Centro Pompidou, fue director del Museo Picasso de París, y ocupa desde 2008 un asiento en la Académie française.
El libro, como he dicho, no es bueno, en parte porque la cultura francesa, desde hace por lo menos medio siglo, no es lo que fue. Lo refleja, de modo dramático, el propio idioma. Desde mediados del XVII, hasta principios del XX, el francés ha sido una lengua espléndida, al punto de que un escritor que se expresara en ella parecía inteligente aunque no lo fuera. Luego se ha saturado de manierismos, de figurerías, de excesos, con la consecuencia de que la situación es ahora la inversa: los franceses escriben peor de como piensan.
De añadidura, el libro de Clair tampoco es un modelo de claridad conceptual. Su autor lo ha compuesto de un repelón, sulfurado, o encorajinado, por el proyecto de abrir una sucursal del Louvre en Abu Dabi. Las denuncias de Clair contra esta iniciativa —inspirada en las técnicas de marketing del Guggenheim— puntean su texto a la manera de un leitmotiv. Pero vamos a lo esencial. Dos son las líneas argumentativas de Jean Clair. De un lado éste alega, estimo que de modo por completo convincente, que algo se ha corrompido en la gestión museal. Un amante del arte no podrá satisfacer su pasión visual —por llamarla de alguna manera— si no se cumplen dos requisitos. El primero, es que las salas del museo no estén atestadas de gente. El segundo, es la estabilidad de las colecciones. Cuando las piezas entran y salen al compás de la política de préstamos del museo, o se recolocan con el propósito de generar novedades que puedan dar lugar a titulares de prensa, el aficionado se marea. Sucede lo mismo que si nos obligaran a leer Don Quijote en tipografías cambiantes, y con las páginas estampadas en colorines. Esos efectos valen para los videojuegos, pero son incompatibles con la concentración mental que exige el disfrute de una novela o un cuadro. Pierre Bourdieu señaló, en un estudio clásico de mediados de los sesenta, que los asistentes regulares al Louvre seguían siendo, más o menos, los de siempre: gentes cultivadas, procedentes por lo común de familias cultivadas. La afluencia añadida era ocasional y postiza, fruto, o de la presión docente, o del turismo. Estamos, sin duda, mucho peor que entonces. La conversión de la cultura en espectáculo, en évenément, ha convertido a los museos en parques de atracciones, y expulsado a quienes están en situación de aprovecharlos de veras. Esto es tristísimo, por cuanto revela que se ha logrado alfabetizar al ciudadano, aunque no ilustrarlo. Y es irritante, ya que en el desbarajuste actual desempeña un papel no menor un pacto pardo entre la política, más atenta a las estadísticas que a la verdad, y la propia gestión museal, que pende de la financiación pública y acude a los procedimientos expansivos que son característicos de otras ramas de la administración: atraer fondos gustando a los políticos. Sobre los últimos, por cierto, obtenemos algunos datos sabrosos en el libro de Clair. Yo no conocía la opinión que el señor Chirac, padre de la idea Abu Dabi, atesoraba sobre la civilización romana. Es ésta: «Roma fue una civilización ocupacional que sometió a otros pueblos, una civilización de tipo colonial». Ni Bibiana Aído habría ido tan lejos. Ahora les añado una noticia sobre Sarkozy. En 2007, Yasmina Reza escribió un libro sobre el actual presidente —L`aube le soir ou la nuit—, hecho a partir de las entrevistas que con él había mantenido durante su campaña electoral. En cierto instante, Reza pregunta a Sarkozy qué obra de arte ha influido más en su vida. Y Sarkozy contesta: El silencio de los corderos. Basta comparar estas lindezas con los informes escrupulosísimos que Napoleón enviaba al Directorio dando detalles sobre su rapiña en tierras de Italia, para comprender lo que es la decadencia.
Clair no arremete solo contra los gestores de los museos. Incluye al cabo, en su diatriba, a la propia institución museal, tal como fue concebida desde su inicio —en el caso de Francia, 1793, año en que se ponen a disposición del público las colecciones reales—. Aquí aparece su segundo gran argumento, claramente distinguible del primero. El caso es que Clair parece haber llegado a la conclusión de que el arte moderno es una aventura fallida, y el contemporáneo, una broma obscena. Sobre el segundo escribe: «¿Cómo llamar a esas obras de “arte contemporáneo” que obligatoriamente se ponen en cualquier exposición de un maestro antiguo, de Hogarth a Praxíteles? ¿Appetizers o relieves? ¿Entremeses o sobras? Son desechos, el bolo fecal producido por la digestión de siglos de un arte exquisito». En la misma página, leemos lo siguiente a propósito del cubismo: «el cubismo, juzgado como una “revolución” en nuestras latitudes, no es en otros lugares más que lo que es: un formalismo inofensivo». ¡Esto lo dice el que, hasta el 2005, ha sido director del Museo Picasso! ¡Como volte-face, no está mal!
Los dos argumentos, el referido al museo, y el adverso al arte moderno, concluyen por entrelazarse, aunque Clair divague más de la cuenta y no acierte siempre a situarnos con precisión en el mapa. Clair vincula la muerte del arte a su desgarramiento de lo sagrado, que fue el ámbito en que surgió. Aligerado de su dimensión trascendente y un sí es no es apabullante, este diagnóstico podría resumirse del modo que sigue: la obra de arte no es solo una imagen en que recrear los ojos, sino un útil espiritual, entiéndase, algo que encuentra su sentido en contextos socialmente complejos. De ello da muestra la existencia de los géneros: no es lo mismo pintar un retrato que un cuadro de historia, ni un cuadro de historia equivale a una representación religiosa. Ahora bien, el museo, y Clair lo afirma con insistencia, supone la laminación de los géneros y el reagrupamiento de obras que han sido separadas de su función original. Por lo mismo, el fracaso del museo es también el fracaso del arte moderno, es decir, del arte desconectado de su inserción en otras prácticas humanas. Uno y otro, el museo y el arte moderno, van, pues, de la mano, y van mal. Se empezó por colocar un desnudo de Tiziano contiguo a una Crucifixión o una vanitas. Se empezó por reducir el Tiziano, la Crucifixión, o la vanitas, a meros objetos bellos. Y corriendo el tiempo se llegó al cubismo, que es «formalismo inofensivo», inane. A principios del XX, la gran tradición artística de Occidente estaba liquidada. Éste… es el mensaje definitivo de Clair.
¿Lleva razón el autor? ¿La lleva, al menos, parcialmente? Concluiré esta Tercera con el curioso episodio Apollinaire/Picasso. Al morir Apollinaire en 1918, se decidió que Picasso le hiciera un monumento. Picasso propuso primero como tema una pareja hecha un lío, y de sabor más bien lúbrico. El comité encargado del homenaje a Apollinaire estimó que la idea era indecente y rechazó el proyecto. La oferta siguiente (1928) fue un tinglado de alambre y metal, y tampoco pasó el listón. Al final, lo que se puede ver en la plaza Laurent-Prache es una cabeza de Dora Maar. Picasso, un gran pintor, no logró lo que habría estado al alcance de un artista mediocre cien años antes: glosar decorosamente la muerte de un amigo. No sabemos para qué sirve el arte moderno, y mucho menos aún, el contemporáneo. A esa conclusión, al menos, parece haber llegado Jean Clair, perito en la materia.
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