"El arte de hoy es banal como la vida misma que llevamos", dice Clair. Dice eso y muchas cosas más. Hasta hace poco, tales críticas a la gran impostura del arte contemporáneo estaban prohibidas. Hoy empieza a romperse el tabú. La entrevista la firma Lluis Amiguet y es una pieza tan interesante que vale la pena contarla. Amiguet empieza sirviendo la presentación que Clair hace de sí mismo. Dice así: “Tengo 67 años. Nací en los suburbios de París, hijo de paletos inmigrantes. Fui comunista, me perdí en la estética y hoy ando en busca de una ética y una moral: sin ella estamos viviendo en una granja sin sentido. Soy comisario de la exposición de Zoran Music en la Pedrera”. Y presentado el autor, Amiguet interroga. Las respuestas son dignas de aplauso y de reflexión.
Clair dice que no le interesa ARCO, la feria madrileña de arte contemporáneo: “Cuando voy a exhibiciones de arte contemporáneo me aburro. Son banales”. El periodista le pregunta si acaso no explican lo que pasa, y Clair responde que ese es exactamente el problema: “Reflejan la vida de hoy, y ése es el problema: la vida de la que ese arte es fruto y que llevamos la mayoría es fútil, frívola y superficial como él... ¡Sin ningún espesor existencial!”.
Es muy interesante la respuesta de Clair cuando Amiguet le dice que “muchos dicen vivir vidas intensas”. Esto es lo que responde: “Estamos vegetando al compás del mercado: comemos, dormimos como animales en una granja próspera y bien surtida: comer y dormir, sexo: ¡la granja de Occidente! (…) No hay ninguna emoción en las vidas de la mayoría de los ciudadanos del mundo próspero, y eso se refleja en el arte de hoy: a lo máximo que aspira es a ser divertido. Y lo que teme todo creador hoy es ser aburrido... ¡Qué ambición! ¡Qué gran misión para el artista!”.
Clair piensa que el problema está, entre otras cosas, en que ya no hay que luchar por la supervivencia: “Si lucháramos por un pedazo de pan, si quedarnos quietos significara morirnos de frío, entonces nuestra supervivencia estaría cargada de significado, como lo está el arte de esos países donde todavía se muere por un pedazo de pan”. El periodista le opone que miseria no siempre quiere decir trascendencia ni calidad creativa, pero Clair tiene las cosas muy claras: “¡Oh, sí! Cuando comer y sobrevivir tienen un sentido, también lo tiene el arte, pero nuestro ir tirando de pollo bien alimentado en una granja no tiene ningún interés, y el arte con que se expresa, tampoco”.
Amiguet, inevitablemente progresista y burgués, escapa con un desdén divertido: “Pues yo me alegro de no haber tenido que soportar grandes guerras ni hambre”. Clair, sin embargo, no está hablando de eso: “¡No hace falta retratar el horror ni sufrirlo para dar contenido a tu vida ni al arte que la refleja! Vermeer fue un genio que nunca salió de su apacible pueblo burgués y daba sentido a escenas cotidianas: una lechera, una mujer cosiendo. Si las explicas, parecen anodinas, pero cuando las contemplas... ¡Qué emocionantes! Porque su vida tenía sentido y lo transmitía”.
El problema de Occidente es el sinsentido: “La gente hoy vegeta sin sentir ni apreciar el don de la vida, como si todos fuéramos a vivir miles de años: sin dar importancia al hecho de estar vivo. Parece que secretamente se hayan creído que serán eternos: los clonarán y les recambiarán los órganos a medida que los necesiten para poder seguir vegetando en la granja unos años más. Un día más, otro, otro, la jubilación... ¡Y ese sinsentido se refleja en el arte! ¡Por eso le digo que no vale la pena ir a las exposiciones de arte contemporáneo!”.
¿No vale la pena? El arte es cada vez más caro, cada vez se cotiza más, dice el periodista. Clair repone: “Cada vez el precio del arte contemporáneo es más alto, y su valor, más bajo”.
A Clair le gustaría que una obra de arte le dijera algo. “A falta de algo que decir, surgen las anécdotas y, como no tiene interés el mundo, el arte se entretiene en lo inmundo: la sangre, el horror, la mierda, como hacen las malas películas de miedo. Es una banalidad diferente. Otro modo de pornografía. La falta de sentido de la imagen es el precio que pagamos por el exceso de imágenes”.
Tampoco tienen desperdicio sus consideraciones sobre la pornografía yel exceso de visibilidad que caracteriza a la iconografía contemporánea: “¿Cómo temblar de emoción ante el sutil erotismo de una virgen renacentista si hoy con un clic tienes miles de imágenes pornográficas de todas las perversiones imaginables? No soy un hipócrita. Yo soy carnal, y la pornografía me atrae, pero sé que pagamos un precio en sensibilidad por ella; como lo pagamos en densidad vital por la facilidad con que sobrevivimos. Fíjese en la polémica del velo: es muy interesante… El rostro humano ha sido algo divino durante miles de años: no se enseñaba así, de cualquier modo. También los hombres cubrían su rostro y su cabeza. Hoy los rostros ya no dicen nada: vemos millones por todas partes y en todo tipo de imágenes y canales. Antaño un retrato en un cuadro era emocionante, porque cada rostro era un reflejo de la eternidad. Hoy cualquier rostro es una vulgaridad. ¡Anuncios! ¡Pornografía! Y es peligroso que un rostro deje de ser único y emocionante”.
Al final, toda esta situación es inseparable de un cierto tipo de poder. Es peligroso que la emoción desaparezca porque “así es más fácil meternos a todos en la granja y, algún día, en el matadero. La imagen del poder era también el poder de la imagen. Hoy el poder se mira en un espejo vacío: el arte contemporáneo. Grandes edificios vacíos, grandes espacios huecos y, alrededor, oficinas de funcionarios aburridos. Nada que decir”.