La Constitución de 1978, con el águila de san Juan, el yugo y las flechas y el lema "Una, grande y libre"

Derecho racional

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La aprobación por parte del Gobierno del Anteproyecto de Ley de Memoria Democrática me ha inducido a reflexionar sobre los fundamentos y límites del derecho y sobre si los gobernantes democráticos “tienen derecho” (si se me admite esta manera de hablar) a dictar las leyes que les dé la gana para imponer una ideología determinada al resto de la sociedad. Evidentemente, parto del presupuesto de que nos encontramos en España y que, tal y como establece la Constitución en su artículo 1, nuestro país “se constituye en un Estado social y democrático de derecho, que propugna como valores superiores (…) la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”. Que los gobernantes y los legisladores dictatoriales pretendan infligir su modelo ideológico a los gobernados es cosa natural: basta con observar qué ocurre en Corea del Norte, Cuba y Venezuela, y qué sucedió en Rusia entre 1922 y 1991 o en Alemania entre 1933 y 1945, por citar algunos ejemplos; pero que se produzca en naciones que se supone que son Estados democráticos y de derecho es lo que produce estupor.

Hay quien piensa que el derecho necesita apoyarse en la moral para poder existir y que “toda sociedad con un sistema jurídico verdadero tiene una metarregla de reconocimiento que proporciona criterios para crear, cambiar y adjudicar normas jurídicas válidas”; así lo considera uno de los más conocidos filósofos del derecho norteamericanos, cuyo nombre es Kenneth E. Himma. Sin embargo, como señaló uno de sus colegas españoles —que además fue “padre” de la Constitución (Gregorio Peces-Barba)—, esta función la cumple la Carta Magna, que se encuentra a medio camino entre la política y el derecho. La Constitución es la “meta-regla” a partir de la cual queda legitimado el resto del ordenamiento jurídico. Dicho de otra forma, es la “norma fundante” de todo el sistema a la que aludía Kelsen. Por tanto, para desarrollar, validar o modificar las leyes, no hace falta acudir a ningún otro sitio que a la propia Constitución y, en su caso —si en algún momento hiciera falta—, a los principios y valores “morales” que en ella se contienen (que, en realidad, al estar incluidos en la propia Carta Magna se convierten en “jurídicos”).

Por consiguiente, a mi juicio, sería un atentado contra la Constitución y el resto del sistema —y toda vez un signo de totalitarismo— elaborar leyes o normas que se apoyen en otra moral o ideología que no sea la que se deduce directamente de la Constitución.

Pinker, en su Defensa de la Ilustración, se refiere a un pasaje del Eutifrón de Platón. Este diálogo tiene un valor simbólico para quienes creemos en la libertad de expresión, de cátedra y de conciencia, porque acontece justamente cuando Sócrates acude al pórtico del Rey de Atenas para posteriormente ser juzgado por supuesta corrupción de la juventud. El lector ya sabe que, a consecuencia de la denuncia de un tal Melito de Pithos, el gran filósofo griego fue condenado a beber la cicuta. Durante su discusión con el otro personaje del diálogo que se encuentra en aquel pórtico y que da nombre a la obra (Eutifrón), Sócrates le intenta hacer caer en la cuenta de que “si los dioses tienen buenas razones para considerar morales ciertos actos, podemos apelar directamente a esas razones, saltándonos los intermediarios”. Esta misma idea, trasladada al plano del derecho (o de la política), podría ser la siguiente: si hace falta que haya buenas razones “morales” para apuntalar el sistema jurídico –como hemos visto que piensan algunos, especialmente en el gobierno de Sánchez— quedémonos con las buenas razones y olvidémonos de la moral.

Hacer uso de la moral desde la política, a través del derecho, además de poco democrático, es muy peligroso. Obviamente, cuando la misma ley lo permite (lo cual sucede en contadísimas ocasiones), la moral pública (nunca la individual ni la de un grupo o partido político) puede ser utilizada por los tribunales para fundar sus sentencias. Entendiendo como moral pública la realmente mayoritaria en la sociedad en un determinado momento.

También estoy dispuesto a admitir que ninguna moral es para siempre, pues cambia conforme varían los patrones valorativos respecto de lo que es bueno o malo, justo o injusto, correcto o incorrecto, en la citada sociedad. Sin embargo, no hay que olvidar que el cambio moral debe ser espontáneo, como consecuencia de la evolución de la forma de pensar de la gente, no porque el gobierno o el legislador lo quiera imponer. Cuando es el gobierno o el legislador el que induce los cambios morales a través de las leyes, nos encontramos ante el típico caso de ingeniería social, propio, como decía antes, de los regímenes totalitarios y de la mayoría de las dictaduras.

Desde hace trece años, al menos, el sistema jurídico español está sufriendo una deriva ideológica que lo aleja cada día más de los estándares de un Estado de derecho. La propia Vicepresidente Primera del Gobierno, Carmen Calvo, hizo referencia a la Ley de Memoria Histórica, introducida por el gobierno de Zapatero en el año 2007, como el antecedente del anteproyecto sobre memoria “democrática” que ahora se está empezando a tramitar. A aquella ley de 2007 han seguido otras no menos importantes que, por su tenor —en mi opinión—, entran en contradicción con los principios y valores contenidos en la Constitución. Pongo como ejemplo las leyes llamadas “generistas”, que establecen una clara discriminación “legal” entre las personas por razón de sexo. O la que introdujo en el Código penal el delito de odio, que en algunos casos puede servir como “mordaza” para la libertad de expresión de quienes se atreven a proferir ciertas opiniones que, no siendo ofensivas contra nadie en concreto, pudieran serlo en abstracto contra quienes forman parte de un colectivo identificable por su raza, nacionalidad, orientación sexual, etc.

Y esto no es lo únicamente grave; también lo es la “moralización” de los tribunales, que está teniendo como consecuencia que cada día haya más jueces dispuestos a apartarse de lo que va quedando de nuestro sistema jurídico-constitucional, haciendo aplicación cuasi-directa de la moral que colectivamente se trata de imponer. Esta aplicación cuasi-directa se suele abrir camino de dos maneras diferentes: bien mediante la utilización de razonamientos basados directamente en la nueva moral, bien mediante la realización de una interpretación sesgada de las leyes que no se apoya en los principios y valores constitucionales, sino también, de manera directa, en aquella moral. Ya sé que muchas sentencias que afectan a simples bienes, derechos u obligaciones pecuniarias, actos administrativos, relaciones laborales e incluso delitos comunes, no se ven aquejadas del mal que aquí estoy señalando y que todavía sigue habiendo muchos jueces que, por propia vocación, son incapaces de separarse del imperio de la ley (incluida la Constitución); sin embargo, aquellos asuntos que tienen que ver con derechos fundamentales de los individuos, en muchas ocasiones, corren el peligro de verse afectados por la llamada nueva moral. Ni los ideólogos ni los moralistas deberían legislar y menos impartir justicia en un Estado de derecho fundado en el principio del pluralismo político. Por otra parte, y este tema lo dejo para otro momento, tampoco veo la razón por la cual ha de haber asociaciones judiciales ideologizadas. En mi opinión, el derecho tiene una base técnica racional que no precisa de ninguna moral preexistente para su funcionamiento.

Juanma Badenas es Catedrático de derecho civil de la UJI, ensayista
y miembro de la Real Academia de Ciencias de Ultramar de Bélgica

 

 

 

 

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