Relato. Cualquier parecido con la realidad sería pura coincidencia

Un artista del insulto

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Como soy un hombre en cuya educación han estado ausentes el diálogo civilizado y la discusión razonada, así como las normas básicas de urbanidad, cuando tengo que referirme a alguien recurro a términos como “cabrón”, “gilipollas” e “hijo de puta”, también a los de “bardaje” y “bujarrón”. Ni que decir tiene que semejante proceder me ha reportado numerosos disgustos –además de sonoras bofetadas–, entre los cuales no el menor hecho no es haber perdido varias veces mi puesto de trabajo, ya que si algo no soporta un jefe es que te dirijas a él, por ejemplo, con las siguientes palabras: “¡Eh, tonto del culo! ¿Qué hay de mi subida de sueldo?”.

Esto demuestra que ya no existe el compañerismo y que la susceptibilidad es un defecto muy extendido, especialmente entre aquellos que se supone tienen alguna autoridad sobre nosotros –me dice mi amigo Roberto Venablo–. Comprendo que si yo insultase públicamente al Rey me metieran en la cárcel o me impusieran una multa de no te menees, pero, la verdad, que a uno le echen del trabajo por la manía de ofender es una injusticia que hace arbitraria abstracción de la educación recibida en el seno de la familia.
 
¿Qué culpa tengo yo de que mis padres tuvieran una fe veteroprogresista en el buen salvaje rousseauniano y que, por tanto, no me educaran de manera conveniente o que, escandalosamente, se refirieran a mí sin mentar jamás mi nombre, sino recurriendo a vocativos del todo ofensivos que, en mi ingenuidad, asumía como la cosa más normal del mundo? “¡Ven aquí, cabronazo!”, me decía mi padre, o más habitualmente: “¡Hijo de puta, baja a por el pan!”, lo cual demuestra el alto concepto en que tenía a mi madre. Por su parte, ésta me llamaba agritos con las siguientes palabras: “¡Idiota, idiota! ¿Dónde está el idiota de mi hijo?”. Dado que en mi casa éramos dos hermanos, el lector puede pensar que era difícil saber a quién se refería, pero si yo era el idiota de la familia, mi pobre hermano era el “imbécil” o el “patán”. De todas formas, no éramos los únicos que podíamos darnos por ofendidos, pues entre mis progenitores no era habitual llamarse, como en otros matrimonios, “vida mía”, “cariño” o “amor mío”. No, en absoluto; lo más tierno que el autor de mis días llamaba a mi madre era “zorra” y “furcia”, y el apelativo más cariñoso al que ésta recurría para referirse a su esposo era el de “necio” o “anormal”.
 
Ya he dicho que creían en el buen salvaje, y lo cierto es que se comportaban como bestias: ¡hasta copulaban delante de sus hijos! Yo creo que ellos no habían leído a Rousseau, ese paranoico; en realidad, nunca supe si sabían leer o no, porque en mi casa no había un solo libro ni se compraba periódico alguno; por no haber, no había ni guía telefónica, lo que me lleva a suponer que mis padres eran analfabetos o que, siguiendo quién sabe qué extrañas normas pedagógicas, habían decidido comportarse como tales.
 
Afortunadamente –continúa Venablo–, tanto mi hermano como yo fuimos a la escuela e hicimos el bachillerato, si bien nos vimos obligados a recorrer numerosos centros públicos y privados de la geografía española, dada nuestra costumbre de insultar a los profesores, pues a pesar de que éstos nos advirtieran de que aquello no era correcto, estábamos tan acostumbrados al dicterio que lo habíamos asumido como la cosa más natural. No quiero hablar de mi hermano porque actualmente cumple condena de tres años en el penal de Ocaña por ofensas públicas a S.A.R. el Príncipe de Asturias, hecho del que en su día se hicieron eco todos los periódicos de Madrid y que incluso fue comentado en varios editoriales y por columnistas de muy diverso signo ideológico. En fin, pobre hermano: siempre ofendido y siempre ofendiendo. A mí me han ido mejor las cosas, porque soy capaz de controlarme y ya que suelo desfogarme yendo al fútbol a meterme con el árbitro o los jugadores; también acudo al teatro y, aunque la representación haya sido de mi agrado, dirijo toda clase de improperios al autor, los actores y el director: la última vez me echaron a patadas del Español tras la representación de Don Juan Tenorio; esa tarde insulté incluso a Zorrilla y hasta a Don Juan, lo cual fue muy criticado por algunos espectadores ultramonárquicos que confundieron la velocidad con el tocino, creyendo vérselas con un furibundo republicano antijuanista. Asimismo suelo asistir a conferencias de renombrados personajes públicos –escritores, filósofos y periodistas— para insultarles, de modo que tengo cierta fama de gamberro en determinadas instituciones, hasta el punto de haber sido vetado mi acceso en algunas de ellas. Admito que llamar “repugnante ontologista progalo” o “vomitivo defensor del tenebrismo” a un catedrático que diserta sosegadamente sobre las Meditaciones metafísicas cartesianaso acerca de Los desastres de la guerra del genial sordo de Fuendetodos es algo que no tiene ni ton ni son, pero, qué quieren, peor sería llamarle “cerdo” al jefe, y les habla la voz de la experiencia. Por supuesto, a veces voy a misa, aunque no sea día de precepto, con el ánimo de insultar al cura. Y en época de elecciones no me pierdo ni un solo mitin, magnífica oportunidad para dar rienda suelta a mi necesidad congénita de ofender gratuitamente. Por supuesto, si acudo a un mitin del PP, al político de turno le llamo “asqueroso fascista”, y si voy a uno del PSOE, “rojo de mierda”; así logro que en éste los asistentes me llamen “viscoso nazi” y en aquél “cochino marxista”. Cuando llega la hora de votar, escribo en la papeleta toda clase de invectivas, de modo que nunca he participado en la elección de un presidente del Gobierno ni de un diputado o senador, tampoco del alcalde de mi ciudad o de un solo concejal.
 
No tengo nada contra los políticos, soy un demócrata convencido: igual que les insulto a ellos, ofendo a los taxistas, los quiosqueros, los médicos o los abogados. Cualquier oficio o profesión son susceptibles de convertirse en diana de mis dicterios –aclara mi amigo Venablo–. En la papeleta electoral a los políticos les llamo “corruptos” en general; para mí, todos los taxistas son unos ladrones –“usted quería llevarme por la M-30 y no por Gran Vía porque es un ladrón”, le dije al último que me condujo a mi domicilio–; los quiosqueros, “esbirros del cuarto poder”; los médicos, “asesinos asépticos”, y los abogados, “picapleitos estafadores”. Otros menesteres son propios de facinerosos, criminales, psicópatas…: dispongo de un extenso vocabulario, hasta el punto de que a veces pienso en la conveniencia de redactar una Antología del insulto, con un “Prólogo para mierdas” y un “Epílogo para cabrones”. Considero que una obra de estas características, cuyo subtítulo más apropiado sería “¡Cretinos!”, tendría mucho éxito en un país como el nuestro, en el que Góngora y Quevedo ya se llamaban de todo. En mi opinión, una obra de tales características sería de gran ayuda en ámbitos como la política o el mundillo hortera y casposo en torno al cual se mueven famosos de medio pelo que aparecen en programas “del corazón”. Semejante antología constituiría una contribución inestimable al acervo del lenguaje y quién sabe si, andando el tiempo, no habría de catapultarme a las listas de libros más vendidos e incluso a la Academia de la Lengua.
 
Es posible que, sin pretenderlo, mis padres hayan forjado a un genio del insulto –concluye Venablo–. “Ofende quien puede, no quien quiere, ése es mi lema y, a tenor de mi desdichada existencia y dilatada experiencia, debo decir que yo puedo y quiero.

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