"La muerte de Sócrates", de David

Los tres Sócrates y los intelectuales del establishment

El arte de disentir

Une a los intelectuales del establishment su progresismo edulcorado, su discurso políticamente correcto y su elevación de la democracia a principio sagrado.

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Cuando uno comienza una meditación cuyo pivote es un término de peso, lo aconsejado por los sabios es recurrir siempre a la etimología, es decir, a la raíz íntima de su sentido, claro está, si creemos que las palabras dicen algo sobre la esencia de las cosas y no son solo meras convenciones.

“Disentir” es un verbo transitivo que en primera instancia hace alusión al hecho de no consensuar, de estar en disconformidad o posicionarse en una perspectiva distinta. Cuando el disentir se eleva por encima de lo meramente lógico y compromete al hombre entero, una actitud que creemos se presenta como solidaria al disentir es el no concordar, es decir la ausencia de comunión con respecto al otro corazón. Un puñado de grandes filósofos nos han enseñado a valorar aquello que Pascal denominada “logique du cœur, ese otro orden de captación axiológica que incorpora lo afectivo o emocional. Max Scheler, por ejemplo, ha escrito páginas brillantes sobre el tema.

“Disentir” procede del latín “dissentire” cuya composición expresa un prefijo intensivo “dis” —separación, opción por otra ruta— y el verbo “sentire”, que expresa la percepción integral de una situación. Disentir significa entonces, no ajustarse al sentir o parecer de alguien, de algo o de algunos.

Ahora bien, en el disentir se pueden manifestar dos actitudes: 1. El disentir por simple oposición, es decir, sin razones fundadas o 2. El disentir como actitud madura, fruto de la autoafirmación. El primero tiene que ver con la rebeldía superficial que en ocasiones, expresa elementos relacionados con el resentimiento, ese fenómeno que tan lúcidamente estudió Max Scheler y que definía como una “autointoxicación psíquica”. El resentimiento surge, en ocasiones, de la actitud interior frente el valor superior que no puedo encarnar. El segundo se relaciona con la conquista de la propia interioridad, el descubrimiento de sí, que deviene en una unidad de estilo. Cuando el disentir surge de esta última actitud, se convierte en un arte y, como tal, dialoga con y obra en la realidad concreta.

El disentir, en el sentido que evocamos, guarda como aliada a la virtud de la fortaleza. La fortaleza, en cuanto virtud moral, es aquella facultad que nos permite enfrentar, soportar y vencer los obstáculos en la conquista de un bien arduo. Es interesante el aporte de santo Tomás cuando emparenta la fortaleza a la audacia. “Fuerte” no es aquel que hace gala de sus cualidades físicas, sino el hombre que enfrenta la adversidad asumiendo el riesgo. La fortaleza es la virtud del salmón que nada contra la corriente para desovar río arriba, aun a riesgo de su propia muerte.

Esta última imagen es la que mejor expresa al arte de disentir en el seno de la vida política que es el ámbito natural del hombre, pues ¿qué es el disenso sino un nadar contra la corriente? ¿No es acaso el peso grávido de lo muerto aquello que se deja llevar por las aguas? Así, el disentir afirma el pulso de la vida que intenta librar el buen combate y no se duerme en la mediocridad del consenso. En sede política y en rigor de verdad, el consenso comienza donde debería haber culminado, y por ello, expresa aunque oculto, una petición de principio. El consenso surge como imposición previa bajo la pátina del diálogo y por ello es simulacro.

El consenso, dentro de la farmacología democrática, es la droga neutralizante de las jerarquías

El consenso, dentro de la farmacología democrática, es la droga neutralizante de las jerarquías y por ello el disentir se erige como respuesta a la homogenización de los hombres y de los pueblos. El imperio de lo políticamente correcto demoniza al disenso al acusarlo sin más de negativo o reaccionario.[1]

Figura como antetítulo de este artículo “Los tres Sócrates a los intelectuales del establishment”. Se impone, pues, la pregunta: ¿quiénes son los tres Sócrates? Respuesta: uno el real, el histórico, el ateniense maestro de Platón. Los otros dos, sus discípulos en el tiempo, por vocación y rúbrica de sangre. Ambos se pierden en la geografía de la periferia europea, pero son, a nuestro modo de ver, dos faros de referencia en la navegación filosófica. Hablamos del danés Kierkegaard, el mayor filósofo posthegeliano (sepan disculpar las razones del corazón) y el fenomenólogo checo Jan Patočka, quien también “bancó” con su cuero aquello que sostuvo con su pluma y con su boca.

No hace falta sobreabundar en detalles sobre el Sócrates de Atenas. El magisterio de su palabra que aún resuena a través de los siglos, la fortaleza moral para sostener la verdad y la solemne entereza para afrontar la muerte son sólo algunas razones para elevar su figura en el arte de disentir. Frente a sus acusadores, en el juicio más famoso de la historia, Sócrates toma la palabra y sostiene:

“[…] Ni siquiera la vergüenza les ha hecho enrojecer al sospechar que los voy a desenmascarar con hechos y no con simples palabras. A no ser que ellos consideren orador habilidoso a aquel que sólo dice y se apoya en la verdad. Si es eso lo que quieren decir, gustosamente he de reconocer que soy orador, pero jamás en el sentido y en la manera usual entre ellos. […] Y, ¡por Zeus! que no les seguiré el juego compitiendo con frases redondeadas ni con bellos discursos escrupulosamente estructurados como es propio de los de su calaña, sino que voy a limitarme a decir llanamente lo que primero se me ocurra, sin rebuscar mis palabras, como si de una improvisación se tratara, porque estoy tan seguro de la verdad de lo que digo, que tengo bastante con decir lo justo, dígalo como lo diga”.[2]

Como puede observarse, el arte de disentir reúne algunas condiciones ineludibles: la espontaneidad como vehículo de claridad conceptual, la argumentación fundamentada para desenmascarar los falsos discursos y la virtud de la valentía para sostener con la vida aquello que se predica. Propio de la “calaña” de los acusadores es la seducción dialéctica sin substancia y el dedo acusador cuando lo respalda el poder. Volveremos luego, brevemente, a la figura de Sócrates.

El danés Kierkegaard, a quien León Chestov llamó alguna vez “vox clamantis in deserto”, constituye quizás la figura más alta de la soledad heroica en la historia de la filosofía. Más allá de las peculiaridades de su secreto incomunicable, de su “secreto quemante” —como afirmaba entre nosotros Carlos Astrada—,[3] Kierkegaard alza la voz frente a la mentira oficial encarnada en la prensa de su época. El Sócrates danés se hizo y se deshizo por su obra que era su tesoro y su recóndita alegría. Este Jano Bifronte que con un rostro lloraba y con el otro reía, con fina ironía, pagó con el escarnio y la ridiculización pública su pasión por la verdad. Su disentir apuntaba a dos blancos: por un lado, los malabarismos conceptuales del idealismo y su actitud de recurrente pulverización de lo finito como aquello que merece perecer; por otro lado, la hipocresía del orden establecido por el luteranismo eclesial de su época. Bífidas son aquellas palabras que Kierkegaard levanta frente al panegírico fúnebre de un obispo danés a quien otro obispo, Mynster, llama “un testigo de la verdad”. Escribe Sören en las páginas de su periódico Faedrelandet:

“Tu que me estás leyendo sabes muy bien lo que el cristianismo entiende por “testigo de la verdad”, pero permíteme que te recuerde que para serlo es imprescindible sufrir por su causa. […] Un testigo de la verdad es un hombre que da testimonio de aquella verdad desde su estado de pobreza, viviendo en la humillación; un hombre a quien nadie aprecia por lo que posee, un hombre a quien se abomina, a quien se desprecia, se insulta y padece burlas. Finalmente es crucificado, decapitado, quemado en fuego y su cadáver es abandonado por su verdugo sin recibir sepultura —¡así se entierra a los testigos de la verdad!— y sus cenizas son esparcidas por los cuatro vientos”.[4]

Quien practica el arte de disentir sabe de antemano que su voz no tendrá escena en la vida política, que al hurgar por vocación en el revés de la trama, su ámbito será la clandestinidad o, al menos, el canto agudo desde la intemperie.

La tercera figura de contraste frente al consenso del poder es el Sócrates de Praga, Jan Patočka.  El fenomenólogo checo, luego de un fructífero itinerario intelectual, entregó su vida en un cruento interrogatorio efectuado por autoridades del régimen comunista de su país al elevarse como figura eminente de la llamada “Carta 77”, documento que reivindicaba la dignidad humana avasallada por el totalitarismo soviético, movimiento que recién obtendría su triunfo político y social en la llamada “Revolución de Terciopelo” en 1989 con el disidente Václav Havel a la cabeza.

En un bellísimo texto titulado Vida en equilibrio y vida en la amplitud, Patočka escribe:

La vida en la amplitud tiene el sentido de una puesta a prueba de sí mismo y de una protesta. […] Si aspiramos a la verdad, entonces no nos está permitido buscar únicamente en las llanuras, ni podemos tampoco dejarnos fascinar por la calma de la armonía cotidiana. Debemos dejar que crezca lo inquietante, lo no reconciliado, lo misterioso, aquello ante lo que la vida cotidiana cierra los ojos para pasar al orden del día.[5]

El sostener la verdad está ligado en Patočka a esa idea de lo no reconciliado y, por tanto, a la actitud sacrificial.

Los intelectuales del establishment

Traemos a presencia estas tres figuras modélicas del arte de disentir para contrastarlas con esa casta omnipresente en todas las épocas pero que ha ganado rol protagónico en los últimos años: los intelectuales del establishment. La tipología estética es abundante: los hay de traje a medida, pulcros, bien peinados y también informales de verba melosa.

Su progresismo edulcorado, su discurso políticamente correcto y su elevación de la democracia a principio sagrado

Los une su progresismo edulcorado, su discurso políticamente correcto y su elevación de la democracia a principio sagrado. Su ámbito son los medios masivos de comunicación y sus mecenas, los padrinos ricos que aportan el montaje de sus obras. Una especie eminente dentro de los intelectuales del establishment son los periodistas. Para ellos, Alberto Buela acuñó el mote de “analfabetos locuaces” y Aníbal Posse, con su estilo depurado, los denominaba la “patria locutora”. El periodista dejó de ser el cronista de la realidad para devenir opinólogo al servicio del consenso. Pero ¿qué consenso? El de ellos, el de los naipes marcados antes de cortar. Otra especie, más reducida pero no menos nefasta es la de los “filósofos” mediáticos. Entre nosotros, los argentinos (otro tanto sucederá en Hispanoamérica o en nuestra siempre querida España), los focos se concentran en una figura que creció al amparo del poder y que bajo la pose de antisistema, les milita todas las causas a los dueños del mundo: género, aborto, autarquía moral y emancipación nihilista. Todos los caminos de la Web conducen a su nombre, sus libros lucen siempre plumereados en los lugares centrales de las vidrieras, sus stand up agotan localidades en los teatros. Es el astro del vaudeville filosófico de nuestra época. Su actitud es la del adolescente desafiante ante “el lastre de la tradición”, una tradición que evidentemente jamás ha comprendido y mucho menos encarnado. Los progres siempre han sido guapos frente a las estatuas de las plazas o en el silencio de los cementerios y los museos, nunca ante los hombres carnales que munidos de una sólida verdad saben a dónde van.

A Sócrates le pagaron con la cicuta; al filósofo oficial del régimen lo invitan a programas de TV

A Sócrates le pagaron con la cicuta; al filósofo oficial del régimen lo invitan a cenar en programas de TV. Kierkegaard pagó de su propio bolsillo y con su propia sangre la obra filosófica que fue su íntima riqueza; al bufón deconstructivista le editan los libros y lo posicionan como fenómeno editorial. A Patočka se lo cargó el poder político de su tiempo; al aliado de la “borreguización” nacional, lo elevan a la dignidad de oráculo.

Nosotros intentamos encarnar una voz a contramano de las sirenas de nuestro tiempo: por inconformistas, por amor a nuestra Patria chica y a nuestra Patria Grande, aunque a veces alboree en nuestra vocación aquella terrible escena de Kierkegaard:

En un teatro se declaró un incendio en los bastidores. Salió el payaso a dar la noticia al público. Pero éste, creyendo que se trataba de un chiste, aplaudió. Repitió el payaso la noticia y el público aplaudió más todavía. Así pienso yo que perecerá el mundo, bajo el júbilo general de cabezas chistosas que creerán que se trata de un chiste.[6]

 De payasos solo tenemos la ironía y el drama interior que anima nuestra voz. La disidencia es siempre un aviso de incendio.

[1] Ver: A. Buela. Teoría del Disenso (1.ª ed. Prólogo de Primo Siena; 2.ª ed. Prólogo de Horacio Cagni). Ed. Nomos, Buenos Aires, 2020.

[2] Platón. Apología de Sócrates, 17 a.

[3] Ver: C. Astrada. El juego metafísico (cap. 3). Ed. Inst. Luchelli Bonadeo, Buenos Aires, 2013.

[4] S. Kierkegaard: “Was Bishop Mynster a witnesses to the truth –is this the truth?”. En Kierkegaard’s Attack Upon “Christiandom”. Princeton University Press, Princeton 1943. (Traducción de Walter Lowrie).

[5] J. Patočka. Libertad y sacrificio. Ed. Sígueme, Salamanca, 2007, págs. 42-43.

[6] S. Kierkegaard. Diapsámata. Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1973, pág. 36.

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