Esto sí que es políticamente incorrecto

Los prejuicios nos hacen libres

La eliminación de los prejuicios es otro obsequio de las élites progres al pueblo. Un médico de prisiones, Theodore Dalrymple, ha vivido en primera fila las nefastas consecuencias de este regalo y nos lo cuenta en su libro: "In Praise of Prejudice. The necessity of preconceived ideas" (Brief Encounters, Encounter Books, New York & London, 2007). Incorrección política en estado puro.

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SERGIO ELIZALDE/FUNDACIONBURKE.ORG
 
Theodore Dalrymple (el sonoro seudónimo de Anthony Daniels) es un testigo privilegiado del fruto amargo de la ideología progre. Como médico y psiquiatra ha practicado la medicina en países pobres y oprimidos de África y América, donde creía haberlo visto todo. Pero los últimos años antes de jubilarse ejerció su profesión en la prisión y un hospital público de Birmingham: durante esos 14 años tratando con los presos y sus víctimas se dio cuenta de cómo la destrucción de los valores occidentales estaba causando un gravísimo problema social, perjudicando sobre todo a los más desfavorecidos. Dalrymple publicó en 2005 una deliciosa recopilación de artículos, Our Culture, What’s Left of It: The Mandarins and the Masses. En la introducción explicaba que “la fragilidad de la civilización es una de las grandes lecciones del siglo XX”. La línea que separa civilización y barbarie es muy delgada y debe ser protegida. Pero las élites intelectuales y políticas, consciente o inconscientemente, llevan décadas intentando borrarla.
 
Para ello han aplicado varios tipex: el desprecio a los valores y tradiciones de la cultura occidental, el relativismo moral y la minimización de la responsabilidad individual por las propias acciones. El resultado es la dilución de la civilización reflejada en la aparición de una bárbara “underclass” dependiente de los beneficios sociales y azotada por patologías como la criminalidad, la promiscuidad sexual, la droga y la violencia endémica. Esta “underclass” existe ya en todo Occidente, y es particularmente visible en Gran Bretaña.
 
El doctor Dalrymple atribuye un papel fundamental en esta espiral decadente a la desaparición de las prohibiciones e inhibiciones morales tradicionales: los prejuicios. Pero ¿quién en su sano juicio se atrevería hoy a defender la utilidad de los prejuicios, esas terribles ideas preconcebidas que nos impiden pensar por nosotros mismos, convirtiéndonos en fanáticos o débiles mentales? Bueno, Dalrymple, ¡bendito sea!, lo hace, y dedica todo un ensayo a la tarea de desmontar el prejuicio contra los prejuicios.
 
La idea de que los prejuicios son nocivos para el progreso es vieja. Ya en 1851 Stuart Mill afirmaba en On Liberty que el contraste entre diferentes opiniones era lo que permitía el progreso. De ello se sigue que la opinión recibida, al impedir la diversidad de pareceres, es el enemigo de la Humanidad y “el despotismo de la costumbre” es el principal obstáculo para el progreso y los logros humanos. Las costumbres son inútiles simplemente porque son costumbres. Y toda opinión, aunque sea errónea, es útil y no debe ser suprimida, pues todas valen igual… mientras sean propias. Lo más importante de un acto u opinión no es que sea cierto, sino que sea propio de uno mismo.
 
La destrucción de las convenciones o prejuicios se convierte en requisito del progreso. Hay que pulverizar toda autoridad moral: la Historia (un cúmulo de hechos vergonzosos, de crímenes y locuras de los que debemos liberarnos), la Familia (formas de unión escogidas libremente, sin condicionar el afecto, buscando sólo la autenticidad) y la Religión (si Dios existe es cada uno de nosotros).
 
Pero un prejuicio siempre es reemplazado por otro, de modo que una vez eliminados los viejos y feos prejuicios y sus fuentes, hay que llenar el vacío con nuevos prejuicios (”Educación para la Ciudadanía ayudará a eliminar falsos prejuicios morales”, Zetapé dixit). De ello se encarga el Gobierno, que no encuentra ya obstáculos para introducirse en todos los aspectos de la vida diaria, y quienes redactan las leyes -o el currículo escolar- se convierten en los árbitros morales de la sociedad. Al final, la consecuencia de la destrucción de las autoridades intermedias entre el individuo y el Gobierno es que “nos acostumbra a esperar y aceptar la dirección centralizada de nuestras vidas”, causando la pérdida del sentido de responsabilidad individual y llevando, paradójicamente, al autoritarismo.
 
En su práctica profesional, el Dr. Dalrymple se ha dado cuenta de que el rechazo a la autoridad, a los prejuicios, tradiciones, valores y conocimientos heredados es también una manifestación de egoísmo. El deseo de originalidad, de juzgar todo simplemente bajo la luz de la propia opinión no persigue hallar la verdad sino satisfacer el ego. En el fondo, “quien está contra toda autoridad está sólo contra alguna autoridad, la que no le gusta. La única autoridad que respeta, por supuesto, es la suya”:
 
“Experimenté una sorprendente prueba de ello en un vuelo a Dublín desde Inglaterra. Junto a mi se sentaba una joven asistenta social irlandesa (…). Me dijo que, habiendo crecido en Irlanda bajo el férreo tutelaje de la Iglesia Católica, estaba contra toda forma de autoridad.
 
- ¿Todas las formas? –pregunté.
 
- Todas –contestó (…).
 
- ¿No le importa entonces -pregunté- si voy ahora a la cabina del avión y me hago cargo de los mandos?”
 
Con una prosa limpia, ágil y punzante Dalrymple desmonta el mecanismo de una de las armas de destrucción masiva utilizada por la arrogante intelligentsia progre en la batalla cultural: hay que cuestionarlo todo, si no lo haces no eres un ser racional, sino víctima del prejuicio y la superstición. Pero abandonar ciertos prejuicios destruye el saber acumulado de la humanidad y tiene graves efectos sociales que han devastado ya la vida de millones de personas, condenadas a vivir sin otro referente que su propio capricho. Lo que nos permite progresar es basarnos en los conocimientos y el saber previos. No podemos vivir sin prejuicios.
 
Theodore Dalrymple, In Praise of Prejudice. The necessity of preconceived ideas”, Brief Encounters, Encounter Books, New York & London, 2007, 129 págs.

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