In Memoriam: Recuerdo de caídos egregios

Militares republicanos: los otros olvidados de la memoria histórica

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MANUEL FUNES ROBERT
 
La Guerra Civil 36-39 ha alcanzado la categoría de suceso inolvidable, cualidad que a lo largo de la historia parecía reservada para aquellos conflictos ligados a la religión. No sólo no se olvida, ni los años ni las generaciones pueden sepultarla, sino que renace cada día con fuerza creciente como si fuese cosa de ayer. Libros, reportajes, debates se suceden sin cesar.
 
Lo que tuvo de particular aquel enfrentamiento fue que la nación entera, por obra de los intelectuales que, según Gonzalo F. de la Mora, tienen el mando a distancia de la historia, se habían dividido con pasión en dos mitades inflamadas por la convicción total de que cada una era el Bien y la otra el Mal. Tan lícito y digno era evitar que una nación que ejerció la rectoría de Occidente cayera en manos del comunismo de aquella época, como liberar a las masas de la pobreza, de la explotación de los capitalistas y de la alianza de la Iglesia con los terratenientes.
El entusiasmo de las gentes aplaudiendo en la Gran Vía el 6 de noviembre del 36 el desfile de las Brigadas Internacionales que llegaban para defender Madrid del ataque de los soldados de Franco, fue igual de grande y masivo que el de las masas echándose a las calles para recibir a las tropas de Franco en Barcelona el 26 de enero del 39.
 
Aquella explosión masiva y noble de lirismo e idealismo ha sabido perpetuarse en las dos direcciones hasta hoy. Dentro de este carácter inolvidable de la Guerra Civil, que parece que está cada día más presente y no cada día más lejana, acabamos de vivir en el Parlamento un homenaje a las víctimas del franquismo. Y entre esas víctimas, hay muchas de las que nadie habla. Por ello, y en honor de ellos, hago la revista histórica que sigue:
 
La primera víctima de la sublevación del 18 de julio no fue la República, sino el propio Ejército en sus cuadros superiores.
 
El 18 de julio Franco tuvo enfrente a la elite del Ejercito español. Sólo un capitán general de los 8 existentes se sublevó: Miguel Cabanellas, Capitán general de Zaragoza. El resto permaneció fiel a la República. Lo negro del franquismo y lo que impedirá para siempre su legitimación de origen, fue la suerte que hizo correr a los que no se sublevaron. Se les formó Consejos de Guerra sumarísimos apoyándose en la ley constitutiva del Ejército, que en su primer articulo impone a las fuerzas armadas la obligación de defender a la patria de los enemigos externos e internos.
Declarando que el gobierno legal lo era sólo de hecho como consecuencia de su desastrosa ejecutoria, que llevó a las fuerzas del orden a asesinar a Calvo Sotelo, se acusó a los no sublevados del delito de “rebelión militar”, con lo cual se les condenaba a muerte. Es de justicia que alguien recuerde sus nombres.
 
En Galicia, la organización de la sublevación fue llevada a cabo por Pablo Martín Alonso, coronel a la sazón y futuro ministro del Ejército. El capitán general Caridad Pita se presentó en el cuartel de Martín Alonso para exigirle acatamiento. Fue detenido y más tarde fusilado por rebelión militar. El general Salcedo, gobernador militar de La Coruña, fue fusilado por orden del coronel Martín Alonso. Idéntico final tuvo el contralmirante jefe del arsenal de El Ferrol, que abandonó su puesto por no querer ponerse al servicio ni en contra de la sublevación. Les acompañó en triste destino el gobernador civil y su mujer, pareja joven casada un mes antes. Las “formalidades”, las mismas en todos los casos.
 
En Zaragoza se presentó desde Madrid el general Núñez del Prado, jefe de la aviación española, que se ofreció a ir a persuadir personalmente a Cabanellas para que retirase su bando declarando el estado de guerra. Se le trasladó a Pamplona, donde el general Mola le hizo fusilar con la misma “motivación jurídica”.
 
En Sevilla, Queipo asaltó con un puñado de fieles –el comandante Cuesta Monereo como principal colaborador- el edificio de capitanía, arrestó al capitán general Fernández de Villabrille y otros jefes para terminar con ellos de la misma manera, tras haber deparado el mismo final al gobernador civil de Huelva, Manuel Zapico, que murió con el rosario en la mano. Este gobernador, al ver en Huelva los manejos de Queipo, llamó a Casares Quiroga, presidente del Gobierno: “No me gustan los manejos de Queipo, ¿me permiten detenerlo?”. Respuesta de Casares: “Es un general republicano, no lo toque”.
 
Entre los recuerdos de mi infancia figura la frase cínica de Queipo dando cuenta de la ejecución del gobernador y del jefe de los carabineros de la zona con estas palabras: “Que Dios los haya perdonado”. Pese a tan malos antecedentes, un gran retrato de Queipo figura y ofende en el museo del Ejército.
 
En Granada, el tristemente célebre comandante Valdés sublevó a la guarnición, detuvo al gobernador militar, general Miguel Campins, y tras hacerle firmar a la fuerza el bando declarando el estado de guerra en Granada, lo hizo fusilar por haberlo firmado con tibieza. En Córdoba, otro coronel, Ciriaco Cascajo Ruíz, hizo fusilar al capitán de las fuerzas de asalto que se resistió a tiros en el edificio del gobierno civil. En Valladolid, el capitán general Molero se mantuvo al margen de la rebelión y el general Saliquet entró a tiros en su despacho, resultando muerto uno de los ayudantes de Molero, el cual, desposeído de su mando, corrió la mismo suerte que los demás.
 
En Marruecos se hizo otro tanto con el comandante general de Melilla, general Romerales, con Álvarez Buylla, alto comisario de España en Marruecos y con Gómez Morato, jefe del Ejército de África.
 
Respecto a otros jefes de menor relevancia, tomo los datos del libro Testimonios de mi tiempo. Memorias de un republicano, de Cecilio Márquez Tornero (Orígenes, 1979), en cuya página 147 ofrece los siguientes datos: de los 21 generales, 17 continuaron fieles al gobierno como los 6 generales de la Guardia Civil. De los 51 generales de brigada, 42 permanecieron fieles la República, y el autor añade: “El 18 de julio Franco tuvo frente a él a la mayor parte del ejército. Nunca tanta sangre de jefes militares de alta graduación fue derramada como en esta lucha por la defensa de la República”.
 
Dejo para el final, por su especial relevancia, el caso del general Domingo Batet Mestres, natural de Tarragona, quien sofocó la rebelión separatista de Cataluña en octubre de 1934 y por la cual se le concedió la Cruz Laureada de San Fernando.
Es el único caído egregio que ha merecido un recuerdo emocionado por parte de un historiador de nuestros días, Seco Serrano, que en ABC le dedicó un recuerdo con el título “Burgos y el general Batet”. Al mando de la 6ª Región militar con sede en Burgos, hizo cuanto pudo para evitar la sublevación y, por supuesto, por esta actitud se le condenó a muerte, como al resto, por rebelión militar. Tenía a sus órdenes al general Mola, gobernador militar de Pamplona y autor básico de la sublevación. Se entrevistó con él en el Monasterio de Irache y se dejó engañar por Mola cuando éste le prometió no vincularse “con ninguna aventura”.
 
Batet hizo algo en exclusiva y que lo sitúa al nivel de egregio como lo calificaba Seco Serrano en el citado artículo. No se limitó a intentar sofocar preventivamente la rebelión, sino que llamó a Martínez Barrio proponiéndole que se formase un gobierno de urgencia, excluyendo a los extremistas de uno y otro bando y proponiendo que se hiciera ministro de la guerra a su subordinado el general Mola.
Su defensor en el Consejo de Guerra no pareció a emplear este argumento, en virtud del cual Batet contemporizaba de modo pacífico con la sublevación, convirtiéndose en subordinado de Mola que le había engañado. Su asesinato legal se hizo con la aprobación de Franco y no en los primeros días de la guerra sino el 17 de febrero del 37.
 
De estos caídos, Batet entre ellos, que estaban por encima de los dos bandos, se puede decir que son caídos egregios y olvidados. En una vista reciente al museo del Ejercito, excelentemente dirigido por el general Viñas, observé dramáticos vacíos y ausencias junto la presencia de más de uno que por su trágico historial no merece el honor de aparecer en tal sala.
 
La paradoja política del franquismo consiste en que lo que le falta de legitimación de origen, la tuvo de legitimación de ejercicio. Fue la suya ciertamente una dictadura real y efectiva en sus orígenes. En la ley que lo encumbra a la Jefatura del Estado se dice: ”éste se constituye como unidad de poder” –no de poderes- “y división de funciones”- no de poderes- “y corresponde al Jefe del Estado la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general”, a lo que se añade una de sus últimas manifestaciones cuando Franco dice en la Casa de Campo a los Alféreces Provisionales sobrevivientes: “Dado el carácter vitalicio de mi magistratura y que me siento tan joven como vosotros, es de esperar que queden bastantes años…”
 
Pero Franco había dicho el 1 de octubre del 36 en Burgos: “Levantaré a España a lo más alto o dejaré mi vida en el empeño”. Y es el caso que casi lo consiguió. En política social dejo atrás los planes de La Pasionaria. El hambre de la posguerra no nació de la Guerra Civil sino de la 2ª Guerra Mundial, durante la cual los abonos nitrogenados de los que España carecía por completo se declararon producto estratégico administrado cicateramente por el Food Emergency Commitee. El keynesismo intuitivo de Franco, con el que yo colaboré directa y personalmente, junto al turismo en masa que resolvió la escasez de divisas, hicieron el milagro económico de los 60, ensombrecido únicamente por el paréntesis transitorio del innecesario plan de estabilización del 59.
 
Durante el franquismo España conoció pleno empleo y Estado de Bienestar, y ello porque se mantuvo a raya a los economistas del ajuste que con la democracia alcanzaron el poder total.
 
Volviendo al tema básico y buscando algún atisbo lejano de arrepentimiento por la sangre inicialmente derramada, podríamos verlo en la idea fundacional del Valle de los Caídos, donde Franco se propuso reunir en un solo lugar y en torno a su tumba a los caídos de uno y otro bando.
 
(NOTA: Este artículo está escrito sin haber leído el libro de Pio Moa Los mitos de la guerra Civil).

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