Éramos tan, pero tan, tan, tan felices… Ya casi ni nos acordamos, claro, porque el tiempo pasa y además de pasar el tiempo —porque el tiempo pasa —, la memoria filtra con su filtro de seda y su filtro de barro y separa los recuerdos y unos permanecen y otros se volatilizan, y cuando pintan bastos, como ahora pintan bastos, los recuerdos buenos se pierden como si nunca hubieran existido y los malos recuerdos se imponen como si fueran únicos, lo único importante, lo único que merece la pena evocar, lo único que es necesario traer a la memoria, eso pasa —como el tiempo pasa —, y eso sucede como el tiempo sucede y las cosas suceden, y por ese motivo es difícil que nos acordemos de aquel otro tiempo, lejano sin duda, difuso en verdad, aquel tiempo en que fuimos tan felices y tan sumamente felices y tan felizmente felices, recuerdo, mandaban Zapatero en Madrid y Montilla en Barcelona, histórica conjunción, cósmica conjunción, un leonés de León presidente del gobierno español y un catalán de Iznájar presidente del gobierno catalán —y Obama en la casa Blanca —, me refiero a aquellos tiempos cósmicos, cuando España era uno de los países del mundo en los que más sencillo resultaba hacerse rico, qué digo rico: millonario; cuando íbamos a celebrar la legislatura de Zapatero como quien organiza un desfile del orgullo gay, con sus carrozas doradas y sus banderas y confetis, la legislatura de, como dijo Zapatero, “el pleno empleo, la igualdad y el feminismo”, seguro: eso dijo, alegría, gozaos en mí, dijo, felices dispuestos a construir de una vez y para siempre la España de Pedro Almodóvar y de Penélope Cruz y Javier Bardem y la suegra Bardem, tan a gusto, tan sobrados de todo, tan prósperos, tan libres, tan ultra-mega-democráticos, tan guapos y modernos… Eran aquellos tiempos, éramos felices, tan felices, con nuestros empleos precarios y nuestras hipotecas a cuarenta y cinco años, nuestros monovolúmenes y nuestros albañiles que salían por cuatro mil quinientos euros al mes, nuestros ayuntamientos volcados en remover tierra para edificar lo que hubiese que edificar, ladrillo, ladrillo, y remover tierra para sacar los huesos que hubiera que sacar: memoria, memoria, tanta memoria de un tiempo tan feliz de pleno empleo, de igualdad y feminismo, de Pajines, Aídas y Pepiños, arre que es tarde, arrea y el que venga detrás que recoja los cascos y el último que apague la luz, aquellos tiempos, recuerdo y no me falla la memoria, aquellos tiempos de las reformas estatutarias para las autonomías, una por una, no íbamos a ser menos en —por ejemplo —, Andalucía, que en Cataluña, aquellas reformas que Zapatero se comprometió a aceptar tal cual salieran de las urnas refrendarias aunque a las urnas refrendarias no acudiese ni la mitad del censo porque el otro cuarto y mitad del censo estaba demasiado ocupado en ser feliz y hacerse millonario y no tenía tiempo que perder en chorradas ni Estatuts, recuerdo, tan felices, quién carajo se iba a preocupar por detalles tan aburridos, que si Cataluña es una nación, ya ves, como si quiere ser un imperio o una provincia de Indonesia, lo importante era hacerse rico y disfrutar la fiesta mientras la fiesta durase y durasen Zapatero de León en Madrid y Montilla de Córdoba en Barcelona, y no hacer caso —puñetero caso —, de aquel jovenzuelo con pintas pijillas, exjugador de waterpolo, que salía desnudo en los carteles electorales, de apellido Rivera —como el de Falange, decían en Barcelona: como el de Falange —, quien advirtió una o seis veces al gobierno de Montilla y a los gobiernos que siguieron al gobierno de Montilla que no desarrollaran demasiado el Estatuto Reformado porque el mismo Estatuto —el Reformado, el de la Nación Catalana —, estaba en el Constitucional, en trámites de inconstitucionalidad; pero quién iba a hacer caso a aquel aguafiestas, un tío sieso, un malaje, un agorero y un mal catalán que con sólo tres diputados en el Parlament se atrevía a dar consejos a Montilla, los socios de Montilla y los dueños de Cataluña, a ellos, ya ves, a ellos que todo lo sabían y de todo entendían y lo tenían todo tan claro y tan controlado, que hablaban catalán muy bien hablado en el Parlament y hablaban inglés en la cafetería del Parlament para no contaminar su boca divina con el grosero idioma español. Eso les dijo, recuerdo: el Estatuto Reformado puede ser declarado inconstitucional. Ya son ganas de joder y aguar la fiesta, con lo felices que éramos. Vaya, pero es que me acuerdo perfectamente: yo vivía en Castelldefels y era cantidad de feliz, básicamente porque era once años más joven. Qué tiempos.
Luego se acabó la fiesta y resultó que Rivera —como el de Falange, decían —, tenía razón y el Constitucional tumbó al Reformado y a la Nación Catalana y al sursuncorda nacionalista, y los ladrillos de todos los edificios en promoción de España se vinieron abajo al mismo tiempo, y se cayeron los bancos, y se acabaron las preferentes y llegaron las hipotecas ejecutables. Se acabó la felicidad y se acabó la Nación —Catalana —; y ya nunca más fuimos felices. Llegó lo que llego, muy infeliz desde el primer día y con estelada cubana desde el minuto uno.
Y de aquella amargura cubana con estelada, estas prisiones.
Con lo felices que éramos, maldita sea.