A la generación X le desvelaron que no había futuro cuando tenían los treinta casi cumplidos. A los milenials se lo dijeron con más claridad poco después de que celebrasen —criaturas—, su vigésimo cumpleaños, tras una fiesta que tuvo fabuloso final pirotécnico con la quiebra de Lehman Brothers y la crisis de 2008. A la generación de Iniesta, también llamada Z en otros lugares del mundo y por aquellos a quienes no les gusta el fútbol, ya le van diciendo la verdad desde que terminan la educación básica: el futuro no les pertenece. De hecho, no se sabe si podrán realizar sus estudios de ESO en condiciones algo parecidas al ambiente educativo normal hace seis meses, o si llegarán al bachillerato con un bagaje de conocimientos adquiridos que les permita comprender certitudes tan básicas como que Pekín no es la capital de Marruecos, y sutilezas intelectuales semejantes. Su futuro es esperar lo imprevisible.
El futuro siempre fue algo sólido. A los jóvenes en edad de aprender tanto del aula como de la vida se les enseñaban una serie de habilidades y actitudes muy fiables, de prestigio, que más o menos garantizaban su ingreso al mundo adulto con garantías de no estrellarse contra la dura realidad de la existencia y la durísima evidencia de la competitividad social. “Trabaja, niño, no te pienses que sin dinero vivirás, junta el esfuerzo y el ahorro, ábrete paso, ya verás como la vida te depara grandes momentos…”. Aquel discurso ridiculizado por el indómito Paco Ibáñez era, en efecto, bastante aburrido y cargante, mas entrañaba una verdad útil a lo que ninguna persona y ningún jovencito sensato podían dar la espalda: sin trabajo, esfuerzo y prudencia nadie sale adelante; sin estudiar y prepararse para el mañana, resulta extremadamente improbable que el mañana sonría a alguien.
Hoy, el futuro ha perdido cualquier consistencia con que se le quiera vestir.
Hoy, el futuro ha perdido cualquier consistencia —ontológica o ideológica— con que se le quiera vestir. Si a finales del mes de agosto pregunto a mi sobrina de 12 años cuándo empieza el curso y me responde: “no sé”; y si insisto sobre cómo será el desarrollo de las clases, en el caso de que haya clases, y ella, más realista que yo, porfía en: “no tengo la menor idea”, los datos no pueden relegarse al deseo, ni siquiera a la humana determinación por la esperanza: el futuro ha dejado de existir tal como lo conocíamos. Como dijo nuestro presidente del gobierno hace unas semanas, hay que tratar la nueva normalidad “día a día”, como Rambos pero con el inconveniente de que los desposeídos por la ilusión del mañana no son Rambos sino niños en edad escolar.
Se han articulado muchos discursos sobre el tratamiento y gestión que las élites mundiales, no digamos de nuestro país, han hecho de la pandemia vírica. Desde los apocalípticos a los integrados, pasando por los visionarios y los delirantes, hay versiones para todos los gustos. Hoy no toca hablar de sinvergüenzas ni de irresponsables, de los buitres con dientes que han visto en la pandemia la oportunidad de medrar —sobre todo en la cosa de la política—, ni de los maníaco depresivos que vislumbran el fin de la civilización tras cada esotérico mensaje del misterioso doctor Simón. Toca hablar de una responsabilidad que nadie asume y que ninguno de esos dirigentes del cotarro va a explicar con claridad y honestidad a la ciudadanía: cómo es que a toda una generación se le ha puesto el futuro en modo “ya veremos”, en “quién sabe”, en “no podía preverse”, en “la culpa es de la comunidad de Madrid”. Cómo es que a nuestros hijos y sobrinos y nietos no les queda más ilusión razonable en la vida que pasar de pantalla y subir de nivel en Fortnite, un juego gratuito en el que no existe la Covid-19 y que ha entretenido miles de horas confinadas a cientos de miles de adolescentes dejados de la mano del destino.
Puedo comprender errores en la valoración sobre el desarrollo del contagio, las consecuencias de aquella inacción a principios de 2020 que nos abocó a una mortandad exagerada tras la vertiginosa propagación del virus; de acuerdo, un fallo lo tiene cualquiera. Puedo aceptar que se hayan equivocado mil veces más porque el ser humano es el único animal que no aprende de sus metidas de pata. Puedo digerirlo casi todo. Pero que estén dejando sin futuro a los niños de hoy, y que la tragedia educativa que les cae encima se trate como un asunto competencial entre el gobierno y las autoridades autonómicas, un inconveniente administrativo, un asunto de higiene pública y poquito más, es un crimen imperdonable. Con todas las letras lo digo: un crimen imperdonable.
Una sociedad que, en la práctica, desiste de llevar sus hijos a la escuela, no merece ese nombre.
Una sociedad que, en la práctica, desiste de llevar sus hijos a la escuela, no merece siquiera ese nombre. Será, en todo caso, un amalgamado de gente alucinada por la obsesión de durar a cualquier precio, como un invierno sin reposo a las puertas del íntimo infierno que haya creado el miedo de cada cual. Una tribu de cazadores de cabezas en las estepas siberianas resultaría lugar más recomendable para nuestros jóvenes. Al menos aprenderían cosas útiles para la vida, supongo.
Mejor que el Fortnite-providencia ante el tiempo perdido y el vacío por horizonte, cualquier cosa.
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