Que las personas no tienen raíces es algo sabido. Las personas, los seres humanos, tenemos pies para ir por el mundo. Raíces tienen las plantas, los árboles y, por similitud o antonomasia, los percebes y los mejillones.
Y los principios, orígenes o fundamentos últimos de nuestra visión moralizada del mundo. ¿Qué hay con eso? Con mucha frecuencia la convicción moral se convierte en urgencia moralizante, y todo se va al garete. Algo similar sucede con los derechos de las personas: cuando evolucionan y se vuelven productivos, creadores, los derechos de cada cual transmutan miserablemente para ejercer como obligaciones del prójimo. Es la esencia asfixiante del pensamiento único. El individuo no tiene valor en sí, y encima los derechos de los demás son la religión obligatoria. El que discrepe... Ay!
No doy muchas más vueltas a estos asuntos, no merece la pena. Pero tampoco puedo evitarlo: cada vez que escucho a alguien hablar de "mis raíces", "mis principios", "mis derechos", intento por todos los medios tomar la única medida razonable: salir corriendo. Despacito y sin que se note, pero corriendo.

Lo evidente
Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.
¿Te ha gustado el artículo?
Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.
Quiero colaborar