La verdadera vocación

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 Hace unos días, en la celebración del cumpleaños de una amiga, me vi asaltado varias veces por varias personas, todas con la misma pregunta: si me "inspira" o no me inspira vivir en una isla. Inspiración para escribir, se entiende. Igualmente se entiende que las amables gentes que con tanta cordialidad se interesaban por mi grado de licuefacción anímico-literaria con el entorno, son de las convencidas de que un novelista se precipita a su oficio movido inexorablemente por la inspiración, una cosa que no sé lo que es y que sospecho no va a interesarme en lo mucho o poco que me quede por hacer el ganso en este mundo.

Lo de hacer el ganso también tiene su porqué. A la tercera ocasión en que fui interrogado sobre la potestad inspiradora del hecho insular, me sorprendí arguyendo que, en realidad, la dedicación de escritor no era mi prioridad máxima en esta vida, que antes me hubiera gustado consagrar todo mi tiempo y afanes a otras actividades, de entre las cuales destaqué la de zapatero remendón. O mejor dicho: ayudante de zapatero remendón.

En serio. Este post debería titularse a la kafkiana: "Deseo de ser zapatero". Pero hay algo que me rechina en el título y además no estoy para chuflas. Desisto.

Sin embargo, imagínenlo: trabajar en un taller de reparación de calzado de los antiguos, ataviado con mandilón gris-convento, con un ligero y digno cerco indeleble de betún en las uñas, sentado en uno de esos pequeños taburetes que sobre ser cortos de alzada dan impresión de comodidad, óptimos para la tarea de manipular el calzado. Respirar el aroma lento de las cremas, la cola y el cuero, ajustar suelas, afilar tacones, nutrir y lustrar los zapatos ya arreglados, sentirse útil para tanta gente que necesita certidumbre y seguridad al calzarse, vestir sus pies, cobijarlos en unos zapatos que van a llevarles a cualquier lugar del mundo, como es debido.

Llegar al taller por la mañana y hablar un poco de fútbol con el jefe, el maestro zapatero; criticar al gobierno y a los políticos en general. Chismorrear otro tanto sobre la actualidad del barrio. Estirar el cuello hacia el escaparate cada vez que pase un mujer hermosa. Tomar los cepillos anchos como la palma de la mano y frotar el cuero con las cerdas suaves y frondosas. Mirarte en el brillo de unos zapatos cada vez que se antoje al alma tranquila del pando artesano. Colgar un cartel en la puerta a la hora de la siesta: "Cerrado hasta que abramos".

Eso es vida. Y lo más importante de todo: si me preguntan por la inspiración del novelista y respondo que lo mío en esta vida habría sido ser zapatero remendón... eso es verdad. De la buena.

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