El manicomio catalán

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 Senado de la nación, 2010. El expresidente de la Junta de Andalucía, Manuel Chaves, natural de Ceuta, escucha a su compañero de partido José Montilla, presidente de la Generalitat, natural de Iznájar (Córdoba), a través de un pinganillo. El traductor se esmera, no en vano sus servicios cuestan 163 euros el minuto.

 

Lo descrito es el manicomio español.

 

Feria del libro de Frankfurt, 2007. El comisario de la delegación catalana lee el discurso de clausura ante los medios de prensa internacionales, en catalán. Le piden que lo haga en español, pues no hay traductor para el idioma de Spriu. El comisario no quiere. Le suplican que se cambie al inglés, francés, alemán o cualquier otra lengua. El comisario no sabe. Al final, nadie se entera de nada salvo los incondicionales que acompañan al comisario. Aplausos de ellos mismos a sí mismos.

 

Ese es el manicomio catalán.

 

Disentir en Cataluña es fácil, siempre y cuando no viva uno en aquellos territorios o no tema a la muerte civil que El Régimen impone a los desafectos. Cualquier esfuerzo por alzar la voz contra el nacional-catalanismo, a favor del raciocinio y la convivencia normalizada, será ignorado en el mejor de los casos. Para concitar el odio reactivo de los nacionalistas es preciso transcender el mero ámbito de las ideas e irrumpir donde en verdad duele: el poder político, el control cultural y el monopolio de los medios de comunicación. O lo más grave de todo: amenazar el tinglado acaparativo, de índole patriótico-parasitaria, del que llevan lucrándose desde que el honorable Tarradellas proclamó su célebre “¡Ja soc aquí!” (Y después de quitarse de encima al marqués y su memoria, por “españolista”, o sea: por mal catalán).

 

Ramón de España ha tenido la virtud, sin embargo, de tocar mucho la fibra sensible a los núcleos más curtidos del independentismo con su libro “El manicomio catalán” (La Esfera de los Libros). Por dos razones. La primera porque el autor es vecino, habitante de Barcelona, no vive en el exilio madrileño, no es un “desertor” como Boadella por ejemplo; a fin de cuentas, ¿qué puede esperarse de un sujeto tan vil que ha renunciado al oasis para malgastar su miserable vida entre hirsutos y despóticos españoles? El segundo motivo concierne al sentido del humor (un atributo del espíritu ajeno a los nacionalistas de ceja levantada, siempre tan ofendidos); Ramón de España ha tenido la desfachatez y cometido la imperdonable osadía de rebatirles desde el humor, la ironía, el sarcasmo demoledor y, a menudo, malherir con esas verdades que de tan incómodas y evidentes causan irrisión a quien no tenga que lamentarlas. Se ha negado el autor, por tanto, a discutir severamente con los necios y que al final no se sepa quién es el orate y quién el cuerdo. Mayor afrenta no cabe. Y encima Ramón de España (nombre real como su DNI) no deja en este libro títere con cabeza.

 

Su propósito es claro y honestamente declarado desde el principio: “Reflexionar sobre la supervivencia de este tocomocho cuando los demás ismos del siglo xx —comunismo, fascismo, anarquismo… — han pasado a mejor vida. Y cabe lamentar la existencia de esa masa acrítica que, envuelta en la senyera, se echa a la calle, convocada por unos pequeñoburgueses insolidarios y ladrones, para reivindicar una independencia imposible gracias a la cual todos seremos instantáneamente felices”.

 

Eso es lo que promete y da de sobras este opúsculo, brillante muestra de mestizaje entre la diatriba política, el ensayo-denuncia y breves aunque muy sabrosas (algo melancólicas, algo dolidas) memorias personales.

 

El método… Ni siquiera Lluís Llach es intocable, más bien todo lo contrario. Al Gran Cantante Nacional, el Progresista y Solidario por Antonomasia, Adalid sin Mácula de la Sagrada Independencia, tras calificarlo de aburrido, atorrante y muermo, lo despacha con una frase. Hay que ponerse en situación e imaginar a Joan Manuel Serrat entre amigos, distendido y un poco “a gusto”. En tales ocasiones, “solía referirse en la intimidad a Llach como la cantante calva”.

 

Y a otra cosa porque no merecen más la pena. Los mesiánicos suelen concederse a sí mismos una importancia exorbitante, pero los mesiánicos nacionalistas sobreactúan de manera exaltada y bastante cómica. De ellos y su misma condición, más o menos rimbombantes que Llach, encontrará el lector una amplísima nómina en las páginas de este libro, cada cual con su tema, su piñón fijo y debida arrogancia. Todos con la misma marca de fábrica: una panda de “pequeñoburgueses” conchabados para forjar una nación inventada a la que puedan sorber hasta el tuétano sin que les pidan explicaciones “desde Madrit”.

 

Ese es el manicomio catalán, también. Yo no me lo perdería.

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