Estamos en el futuro y algo va mal. Eso es la ciencia-ficción. Si imaginamos el corazón de ese mismo futuro y todo va maravillosamente, entonces es más ciencia-ficción todavía. H.G. Wells concibió un futuro donde no sucedía nada, habitado por seres apáticos, incapaces de emocionarse por la desdicha del prójimo. Ni siquiera ser depredados por horrendos habitantes del inframundo conmovía la petrificada espiritualidad de aquellos mansunos habitantes del siglo mil. Si ese es el futuro, mejor el presente hasta morir. Aunque el presente tenga mucha ciencia y muy poca ficción.
Hay a quien le inspira la ciencia sin ficción, incluso defienden que el poder de la ciencia en estado puro, convenientemente divulgada, estimula la imaginación mucho más que cualquier historia de buenos y malos contada en un libro. Sólo hay una pega para esta teoría: la ciencia no puede presentarse nunca como una fábula de orden moral, y toda la belleza que encierra (a menudo sobrecogedora), deviene de la certidumbre. Lo que es bello es necesariamente hermoso, defienden muchos partidarios de la ciencia como única vía razonable, y admisible, de conocimiento. No negaré que una ágil demostración matemática o la resolución de un problema tecno-científico adquieren dimensión estética admirable. Pero... humanos somos: qué aburrida la ciencia sin error; qué previsible y tedioso el científico incapaz de entusiasmarse y emplear su vida, y perderla (en el buen sentido de la palabra), rastreando una verdad imposible.
En los torneos de ajedrez se otorga un premio de “belleza” a la partida que más claramente haya evidenciado esa identidad entre lo útil (ganar) y lo estéticamente irreprochable. Karpov, que es un tipo difícil de tratar, ha ganado muchos premios de belleza por sus partidas. Pero qué rematadamente insoportable habría sido Karpov si nunca hubiese perdido una partida de ajedrez. Y qué compasión, demasiado humana, inspira hoy día Kasparov, convertido en propagandista de certezas inalterables, en el ámbito de la política, cuando podía haber permanecido sabiamente instalado en los sutiles ámbitos de la incertidumbre. Porque él también perdía partidas. Incluso se dice que, en sus tiempos de enorme ajedrecista, era casi tan insufrible como su gran rival ruso, el grande Karpov. Al respecto, puedo dar fe de que en cierta ocasión, participando en el trofeo internacional de Linares, entró todo ceñudo en el comedor del hotel Aníbal, sede del campeonato. Como estaba peleado con todo el mundo, miró a derecha e izquierda, en todas direcciones, en busca de alguien a quien saludar, más que nada por no hacer el trecho de la puerta a su mesa con la triste convicción de que, en efecto, no se llevaba bien con nadie. Al final dio las “buenas tardes, que aproveche” a un absoluto desconocido, humilde aficionado al ajedrez que ese día podía permitirse compartir menú con los grandes del divino deporte. Quedé sobrecogido, les soy sincero. De entre toda aquella gente, jugadores, analistas, periodistas, organizadores... Kasparov sólo podía saludar a una persona: a mí. Fue una bella mentira, raudamente improvisada por el extraordinario campeón. Ese día confirmé mis impresiones de que la vida sin riesgo en los equívocos, sin el aliciente de la ficción, puede resultar intransitable.
Y ya me he ido por las ramas. Pero bueno, estaba deseando contar aquella anécdota. No todos los días le saluda a uno Kasparov. Hay a quien no los ha saludado nunca, jamás en la vida, lo digo en serio y aunque parezca mentira.