Quien ama una lengua

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¿Cómo se puede amar una lengua, un idioma, y al mismo tiempo aborrecer otro? Afirma Javier Irazoki que hace unas décadas, una vez establecida la cooficialidad del euskera en el País vasco, la contundencia con que las autoridades autonómicas limpiaron el castellano de las señalizaciones toponímicas era muestra, más que evidente, de su insinceridad en la afección a la lengua vernácula. Porque, tal como afirma el mismo Irazoki, “quien ama un idioma, ama todos los idiomas”.
 
¿Cómo pueden los políticos nacionalistas, y algunos no tan nacionalistas, convertir el uso, el privilegio, el gozo y el derecho de usar un idioma, en materia de enfrentamiento y separación entre unos ciudadanos y otros? Miquel Bofill, senador de ERC, lo tiene muy claro: el idioma catalán, y de paso los catalanes, “no caben en la constitución española”. Todo por causa de la sentencia del Tribunal Supremo que obliga a restablecer el bilingüismo en las escuelas de Cataluña. Habla con todo convencimiento (y el grado exacto de fanatismo), de “saltar el muro constitucional”, o sea: desvincularse de la ley para imponer su superior criterio, al parecer redentor de todos los agravios que, según este hombre, padecen Cataluña y los catalanes por culpa de la perfidia española.
 
Muros, divisiones, segregación, represión lingüística, obligatoriedad y marginación. En ese lóbrego contexto de vigilancia cultural, insisten en su devoción por el idioma catalán. Yo estoy con Javier Irazoki: su fanatismo e incendiario maniqueísmo denota la mentira del amor a la lengua catalana que, dicen, mantienen vivo como candela en noche de tormenta.
 
Ni aman el catalán ni, evidentemente, aman el castellano (léase español en todo el mundo menos en España). Más bien lo odian. Qué desdicha para ellos. Acaso nunca hayan reflexionado sobre algo tan sencillo: quien odia una lengua, es capaz de odiar cualquier lengua. Incluso la que dicen suya.

 

 

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