La sastra de Sartre

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Solicitado por una de esas editoriales que no admiten manuscritos no solicitados, me encuentro estos días revisando el original de una novela a la que puse el finis coronat opus hace casi dos años. No es sencillo publicar ahora, no al menos en las condiciones que uno (todos) quisiera(mos). A menudo te ofrecen una paupérrima tirada de ejemplares “a resultados” –es decir, se cobra lo se vende dieciocho meses después de que el lector se lleve el ejemplar de la librería… si es que se cobra -; en otras ocasiones, la oferta incluye un anticipo de derechos de autor que, en el mejor de los casos, te soluciona el alquiler de ese mes y los regalos de navidad, siempre y cuando dichos regalos no sobrepasen el estricto presupuesto de “todo lo que puedas comprar en media hora, en el chino de la esquina”.

Pero no quería hablar de las agonías crónicas del mundo editorial, que es un tema muy visto. Lo que me trae un poco anonadado estos últimos tiempos es la enorme distancia que esa novela, a la que dedico un par de horas diarias de corrección, ha sido capaz de avanzar por sí sola. No tengo muy claro si hacia delante o marcha atrás, pero la muy ingrata se había largado a dos mil kilómetros de donde la dejé la última vez que nos vimos. Todos quienes se dedican a este oficio de vagos e insensatos conocen perfectamente la sensación: concluyes un manuscrito, lo guardas unos meses –o un par de años como es mi caso -, regresas a él porque tu agencia literaria ha conseguido un contrato potable, abres el documento con intención de dejarlo guapo y repeinado antes de enviarlo al editor… y entonces se produce la “disociación cognitiva”: ¿Quién carajo ha escrito esto? ¿Cómo estaría yo para poner semejantes dislates en una novela, y no sólo escribirlos, sino darlos por buenos y sentirme muy satisfecho de ellos?

Jean Paul Sartre, que era un poco pedante el hombre, tirando más bien a endiosado, decía que, para su desgracia, era la única persona de este mundo que no podía leer a Jean Paul Sartre. No es que se perdiera gran cosa, la verdad, pero su problema tenía remedio. Seguro que no dejó “enfriar” ningún texto suyo más de dos o tres meses; o vaya usted a saber, puede que un par de semanas. Si hubiese esperado dos años, a lo mejor en vez de La náusea habría escrito La fatiga, una novela costumbrista sobre los amores de una folclórica española en el París de posguerra. Igual no le habría deparado tanta reverencia intelectual de los expertos en café, copa y porro, ni tanta mitología adolescente, ni siquiera tantas ventas en los puestos de libros usados de Benidorm y Maspalomas, donde continua siendo un best-seller; pero habría sido un poco más feliz. A lo mejor, incluso, se habría ahorrado su largo paseo por el existencialismo de garrafa y el estalinismo de noria y anteojeras. Quizás habría acabado por conformarse con ser un simple novelista –oficio de vagos e insensatos, creo que ya lo he dicho antes -, en vez de un mesías cultural incontestado en el gran período histórico que va de febrero de 1949 a junio de 1950: el meollo temporal del movimiento existencialista en literatura.

Uno, en su modestia, nunca se atrevería a compararse con Sartre. Por Dios, soy incapaz de distinguir la perspectiva correcta de la realidad con un ojo cerrado, aunque todo el mundo sabe que Sartre no era tuerto sino que le sobraba visión de conjunto. Además, para lo que había que ver en sus tiempos, y en lo que había que creer y de lo que nos tenía que convencer… con mirar a medias, “de esto me entero y de esto otro no me da la gana de enterarme”, era más que suficiente. Pero bueno, ya que no puedo compararme con él, sí se me ocurren diez o doce diferencias. La primera ya está argumentada: los libros, como el arroz, deben reposar  su debido tiempo. Al arroz le bastan cinco minutos, si el cocinero no es un manazas. Los libros necesitan un poco más. Estaría por afirmar, a riesgo de parecer imprudente, que algunos libros podían haber descansado en el balneario de la literatura inédita durante toda la vida. Y esas náuseas que nos habríamos ahorrado.

De momento, quien no se ahorra la evidencia de la fragilidad de una novela cuando llevas veinte meses sin atenderla, es un servidor. Qué escuálida de personajes, qué pulso narrativo tan débil el suyo, que menguadita de tono ha quedado la pobre. De momento, estoy haciendo lo que puedo por reanimarla, transmitirle de nuevo mi cariño, convencerla de que no la había abandonado sino, al revés, la tenía como una reina, calentita  en su cajón del escritorio, segura y a resguardo del mundo cruel en su carpeta de archivos, en espera de que le saliese un novio de posibles, un buen partido. No sé si lograré convencerla. Ayer, sin ir más lejos, me susurró toda mustia que necesitaba un cambio de título, que el nombre que le puse el día de su bautizo –qué tiempos de alocada ilusión, recordábamos ambos con cierta nostalgia -, ya no le gustaba. Me dijo que pensase en un título comercial, de los que se llevan hoy día, en vez de uno sesudo, poético y de muchas ínfulas. “Podrías titularme El misterio del código compostelano, o El club de las viudas voluntarias que hacían macramé en tanto cocinaban tomates verdes helados y se acordaban de las corrientes de aire cuando estuvieron en Tokio viendo llorar a los cocodrilos, o mira, sin ir más lejos, La sastra de Sartre, ahora que están de moda las costuras”. “No sé, no sé… “, creo que le respondí. “Lo del título ya se verá -con los dos ojos -, cuando acabe de vestirte y maquillarte para el baile con el editor. De momento, déjame hacer. Ella, algo inquieta, temerosa ante el espejo, preguntó. “Cómo”. A lo que no tuve más remedio que contestar: “¿No creerá la señora en todos esos lugares comunes y odiosos tópicos acerca de la naturaleza y el artificio? Usted no, señora”

Ella, algo amoscada, se reclinó en la pantalla y, en efecto, se está dejando hacer. Tengo la impresión de que me tiene pillada la cita de Mann, pero disimula la muy listilla. Las novelas es lo que tienen: siempre se dejan hacer, si no les hablas primero nunca intervienen en la conversación y, llegado el caso, si no las lees ni siquiera se toman la molestia de existir.

 

 

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