Soldados

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Retirada de la estatua de Millán-Astray en La Coruña 

 

 

Son soldados del Ejército Español. Son infantes de la Legión. Actualmente participan -y en los últimos años han participado -, en misiones humanitarias, es decir, en guerras, allá donde el gobierno de la nación ha dispuesto enviarlos. Bosnia-Herzegobina, Albania, Serbia, Montenegro, Macedonia, Irak, Afganistán, República del Congo, Líbano. Muchos han sido heridos en combate. Otros han muerto. Sólo en Bosnia, durante los primeros tres meses de intervención, recibieron diez bajas mortales. Pero eso no arredra su espíritu de servicio, no los desanima, no les rompe la moral. Al contrario, acuden a los lugares más peligrosos del planeta sabiendo que pueden perder la vida y están muy dispuestos a darla sin recibir nada a cambio, sin más recompensa que un ataúd cubierto con la bandera de España, con tal de defender los valores civilizados de occidente ante la barbarie, la crueldad, la sinrazón de las guerras civiles y tribales, las tiranías impuestas por los fanáticos del extermino racial, los asesinatos tumultuarios en nombre de Alá... darán la vida porque empeñaron su palabra en cumplir con el deber y ellos nunca faltan a la que para ellos es sagrada promesa. Morirán por su misión, por defender un hospital, una instalación de acogida a refugiados, un almacén de alimentos. Morirán por España, por la ONU, por usted y por mí y por todas aquellas personas a las que no conocen de nada y a las que ellos, galanamente, siguiendo el espíritu legionario, ofrendan lo mejor de su edad, su fuerza y juventud, hasta extinguirla en el último aliento. Nunca le recordarán a usted, a mí, a nadie, que estuvieron allí luchando para que usted y yo, y tantos otros, podamos seguir sintiéndonos orgullosos de pertenecer a la civilización occidental, a países democráticos donde imperan -o deberían imperar -, la razón, la ley, la justicia social y la soberanía del pueblo. Nunca se quejarán, nunca les tentará pedir compensación, nunca reclamarán más que un entierro digno y, acaso, un trato digno en sus años de servicio. Es lógico: son infantes del Ejército Español. Son legionarios. Son el cuerpo más abnegado, disciplinado y organizado de nuestras tropas. Para ellos, la obediencia es una religión. Abajo Dios, sólo veneran dos conceptos: la lealtad al Ejército y el servicio a España, a toda España, a todos los españoles. Su paraíso, creo que lo dije antes, es un ataúd con una bandera. Su orgullo, saberse soldados hasta la muerte, la cual, dicen, llega sin dolor y no es tan terrible, pues, por lo visto, lo terrible es vivir siendo un cobarde; porque los cobardes mueren mil veces. Eso dicen y en eso creen.
 
Ahora, a estos legionarios, estos soldados del Ejército Español que se la están jugando en Irak, en Afganistán, en Haití, en el Congo, alguien tiene que explicarles que el fundador de su cuerpo, a cuya memoria siempre han rendido honores, el general Millán-Astray, era un hombre indigno, un mal hombre en realidad, un redomado fascista enemigo del pueblo cuya estatua no merece estar en las calles de La Coruña, ciudad de la que es hijo predilecto, de momento. Ni estatua ni placa conmemorativa de la fundación de la Legión, también retirada. Es decir, que nuestro gobierno, el alcalde de La Coruña, los concejales de su partido y un caballero marroquí que preside la Comisión de Amistad entre el Senado español y Marruecos, no sólo consideran que la figura histórica de Millán-Astray es execrable, sino que el hecho en sí de la fundación de la Legión fue un acto nefasto que conviene reprobar históricamente. ¿Qué les van a decir a los legionarios que combaten, sufren y obedecen en Irak? ¿Que el hombre que ideó y organizó la Legión, dotándola de reglamento, ordenanzas y, lo más importante de todo, su singular espíritu de sacrificio y valor, ha sido deshonrado por la Historia, sus acciones declaradas ilegítimas y su figura condenada al oprobio? Y de su propia unidad militar, ¿qué les dirán? ¿Que es tan infame que no puede permitirse que haya una placa recordando su fundación?
 
Millán-Astray no era un demócrata, claro que no. Era un militar de su tiempo, aunque con algunas peculiaridades. Estaba encandilado por la poesía bushido, de la que fue traductor, y, en consecuencia, por el código de honor samurai. Era un guerrero, un “señor de la guerra”, y al oficio de las armás, apasionadamente, entregó su vida. Le encargaron formar una “legión extranjera” para combatir en las terribles guerras africanas de los años 20 del siglo pasado, y se aplicó en el empeño. No parece que rehuyese el combate: herido en múltiples ocasiones, su propio cuerpo era un monumento a la autoinmolación. Cojo, manco, tuerto, con media cara destrozada, padeció tremendos vértigos permanentemente desde que recibió un disparo en el mentón, en 1926. Podemos conjeturar que no era de los de arenga y retaguardia,. No participó en la sublevación de 1936, aunque de buena gana lo habría hecho. Estaba en Argentina, con Celia Gámez. Franco y los demás generales no contaron con él en un principio: era un lisiado que no andaba muy bien de salud. Después, evidentemente, se adhirió a la causa de los nacionales. ¿Qué esperábamos que hiciese? ¿Que repentinamente se hubiese vuelto republicano, o del Frente Popular? Millán era monárquico hasta las entretelas. Ido el rey, idas con don Alfonso todas sus lealtades menos, como siempre, el Ejército y España. Sobre su enfrentamiento con Unamuno, en el paraninfo de la universidad de Salamanca, se ha escrito mucho. Y más que se escribirá. Dicen que gritó: “¡Muera la inteligencia!” Algunos matizan el exabrupto: “¡Mueran los intelectuales!”, a lo que Pemán matizó: “No, no... los intelectuales no... los malos intelectuales”. Unamuno salió de allí del brazo de doña Carmen (Polo de Franco). Buena agarradera en aquellos tiempos. Millán-Astray apoyaba en una muleta su media humanidad. La otra media se la había dejado en África aquel personaje para la Historia, no para la infamia, que gritó, según dicen, “muera la inteligencia”.
 
Fue una exclamación como una condena, premonitoria. No fueron inteligentes los sucesivos gobiernos de la República durante la guerra civil, ni los responsables políticos del Frente Popular y, para qué hablar, los masivos y caóticos milicianos durrutistas. Ni muy inteligente parece la obsesión ésta de quitar placas y estatuas y cambiar nombres a las calles en delirante empeño por rehacer la Historia, que es agua pasada y, desde luego, no mueve molino. Ramón Franco ya ha pasado por la criba, no por fascista, que jamás lo fue, sino por ser hermano de Francisco Hermenegildo Paulino Teódulo. Las venganzas ciegas, ya se sabe: alcanzan a la familia en todas sus generaciones. Por cierto que quien sí tiene calle muy bien repintada y tendrá futuro monumento en León es Buenaventura Durruti, demócrata intachable como todo el mundo sabe. Y, desde luego, donde están encantados con esta orgía de vilipendios es en Marruecos. Millán-Astray, malo. Abd-el-Krim, bueno. Españoles, malos. Marroquíes buenos y con derecho a aniquilar españoles, exterminar bereberes y gasear a los rifeños. Quizás la política de nuestro gobierno, en lo que concierne a los asuntos mencionados, precisamente sea reacomodar o, mejor dicho, refundar el espíritu de la Legión conforme a los celestes hallazgos del Diálogo de Civilizaciones: Morito bueno, tú malo.
 
Pero eso a ellos, ahora mismo, debe importarles muy poco. Haciendo de blanco humano en Irak, patrullando en Kabul, removiendo escombros y cadáveres en Haití, debe sonar lejano, irreal, casi cómico, que el alcalde de La Coruña le haya tomado tirria al fundador de la Legión. Ellos seguirán haciendo lo que saben, que es cumplir con su deber y nada más. Porque son lo que son: soldados. Nada menos.

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