Erratas

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La literatura cada vez es más popular. Será por la crisis económica o cualquiera sabe, pero la gente ha decidido pasar más tiempo en casa y llenar sus ratos de ocio con algo de más enjundia que los programas culturales de María del Monte o los megaespectáculos presentados por Juan Imedio. Se lee más. Es una buena época para los best-seller, la literatura de evasión y toda esa industria del papel impreso cuyo objetivo es vender mucho y entretener muchísimo a un público no demasiado exigente. A fin de cuentas, la novela es el género literario popular por antonomasia, de modo que, para exquisiteces, Thomas Bernhard. Para la tarde del sábado y la media mañana del domingo vale cualquier novelón de ochocientas o más páginas, con muchos colores en las tapas de cartoné y mucho diálogo en el texto. Los argumentos son lo de menos, con tal de que una de dos: divaguen sobre complicadísimas intrigas conducentes a la destrucción del planeta o investiguen -no hace falta que sea con rigor -, en los grandes misterios de la Historia, desde el color del salto de noche de Nefertari a la talla de sobrepelliz que calzaba Leonardo Da Vinci.
Este advenimiento de la narrativa de cuarto de estar y niño estate quieto y deja de hurgarte la nariz, tiene la ventaja añadida de que ya no se siente uno defraudado, maltratado como lector, cuando encuentra una errata. Al comprar uno de esos libros se sabe de antemano que haberlas, habrálas. La vorágine editora es tal que no queda tiempo para supervisar la pulcritud del redactado. Las erratas han dejado de ser una divertida, a veces hilarante y genial excepción, para convertirse en pisotones naturales, los mismos que espera uno cuando sube al autobús en hora punta, esta última palabra con “n” y sin errata, por favor. Qué le vamos a hacer, se ha perdido el valor del descubrimiento, aquella feliz estupefacción que sobrecogía a los lectores de la primera edición de “Arroz y tartana”, de Blasco Ibáñez, cuando al inicio del capítulo IX encontraban semejante frase: “Aquella mañana, doña Manuela se levantó con el coño fruncido”. Fruncir el ceño, novelísticamente hablando, siempre revistió casi tanto peligro como ir del caño al coro y del coro al caño. Demostrado queda.
También es verdad que la revelación de la errata como valor añadido ha sido sustituida por la frase chocante, estrafalaria o ridícula, las cuales abundan en esta especialidad del "Quick read" como rastas y “piercings” en un vuelo barato. El hallazgo y captura de sandeces y gansadas bien pudiera cundir entre los lectores y convertirse en entretenimiento literario más sutil que los crucigramas. Hace unos días, por ponerles un ejemplo, me surgió uno fantástico, en la página 139 de un importante tocho, publicado a principios de verano, sobre la historia de los moriscos granadinos, sus calamidades y sufrires. Durante la guerra civil de 1568, la soldadesca cristiana recorría las Alpujarras (sic) “saqueando, robando, violando y matando a las mujeres, y después ponerlas en cautiverio”. Hay que tener mala uva, por Dios, para violar y matar a una mujer y más luego venderla como esclava. La descomunal incongruencia de los tiempos verbales es lo de menos. Lo que importa de veras: denunciar el abominable trato xenófobo, racista y machista que sufren los buenos y buenas del relato. Magistral.
En otra de esas obras monumentales, igualmente hace bien poco, encontré sin embargo una frase de esas profundas, de las que te hacen pensar: “La plaza se encontraba taciturna, en penumbra, al estar apagadas todas las farolas”. Ahí le ha dado. Establecer el vínculo causa-efecto entre la oscuridad ambiente y la falta de suministro eléctrico es una hazaña intelectual que no está al alcance de cualquiera. No digamos la fineza descriptiva, ese estado emocional, “taciturna”, aplicado a una plaza. “Patetismo falaz” creo que se llama esta osada figura retórica, la cual atribuye sentimientos humanos a objetos inanimados. No había leído nada de tan hondo calado desde la greguería serniana: “Cuando contemplo el mar, sereno, inmenso, pienso sobrecogido: cuánta agua”. Como diría Cantinflas en “El bolero de Raquel”: “Seguro que por debajo hay más”.
Total, que yo no le veo más que ventajas a esta moda de los best-sellers. Son baratos, mucho más que tomarse dos copas por ahí, y duran más que una buena resaca; instructivos, pedagógicos y, sobre todo, divertidísimos. Compren uno de vez en cuando y disfrútenlo. Y, si les apetece, vayan compilando frases célebres. Dentro de cien o doscientos años integrarán la Historia Universal del Disparate Culto, una asignatura en todas las universidades del mundo. Al tiempo.

La Opinión de Granada - 02/07/2009

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