La tumba del orgullo gay

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Oportuno, hermoso y lúcido el artículo de Eduardo García Aguilar sobre el cementerio Père Lachaise, publicado aquí abajo la fotillo del que escribe. Inevitablemente, me hizo evocar mi última estancia en París, alojado en la rue D´avron, a un tiro de piedra como quien dice del camposanto más ilustre del planeta.

Por motivos que en absoluto vienen al caso, no fue buen día para mí el de la obligatoria visita a los célebres mausoleos. No estaba de buen humor cuando visitaba las cárcavas de Balzac, Molière, Musset, Apollinaire, Miguel Ángel Asturias, Piaf, Marcel Proust, Jim Morrison... y pongan ustedes el etcétera más largo que imaginen porque la nómina de personalidades vigentes en aquellos entornos es sobrecogedora. Y como no estaba de buen humor, de perros sin vacunar me puse ante el espanto que alberga a Óscar Wilde. Un aparatoso bloque de granito cubierto de floripondios, exaltados grafitis, besos de rojo carmesí estampados por labios de varón más o menos...

Tal como escribí en el comentario al artículo de García Aguilar, aquello, en vez de la tumba de un poeta, parece una carroza del día del orgullo gay.

Cualquiera que haya leído De Profundis comprenderá que Wilde aborrecería de plano ese desmadre ornamental, esa locura floral, ese entusiasmo chillón de quienes lo consideran una especie de adalid, mártir y profeta del movimiento gay. Aclarémonos. Óscar Wilde no fue precursor ni líder de ninguna causa. Jamás habría deseado convertirse en tal y mucho menos pasar la penalidades de su juicio, prisión y exilio -"arruinado económicamente, moralmente y espiritualmente "-, por aquel asco de persona de la que tuvo la mala idea de enamorarse: el aborrecible Lord Alfred Douglas, Bosie para los amigos. Un repugnante parásito que encontró en la debilidad de Wilde motivo insaciable para vivir hasta el delirio los sueños más sórdidos que su endiablada estupidez le sugería.

Óscar Wilde no fue llevado a juicio por estar enamorado de Bosie. Fue él, el brillante escritor, intachable caballero irlandés, quien denunció y puso ante los tribunales al padre de Bosie, tras dejarse convencer por su amante de que un buen pleito por difamación contra el severo aristócrata les repararía a ambos magníficos beneficios.

El problema fue que la legislación británica de la época permitía "revertir la acción", lo que en España venimos llamando "reconvenir". Absuelto el padre de Alfred Douglas, tuvo oportunidad de dirigir la iniciativa penal contra el querellante. De esta forma Wilde, sin quererlo ni haber pensado seriamente sobre las consecuencias de su pretensión legal, se vio envuelto en el terrible juicio por sodomía. Supuso el escándalo, la cárcel y el desmoronamiento absoluto de uno de los escritores más brillantes que se han expresado en lengua inglesa. Y mientras él se pudría en presidio, consumido por los trabajos forzados y con el alma destilándole venenosa amargura, el impresentable, ruin, manipulador, egoísta y perfectamente imbécil Bosie se reconciliaba con su padre, conseguía dinero para seguir la fiesta, coleccionaba amantes como quien junta cáscaras de pipas e intentaba introducirse en la sociedad literaria de Inglaterra, bajo la esperpéntica aura de "viuda en vida de Wilde". Porque el muchachito tenía sus inquietudes poéticas, no crean.

Primavera en el Pére Lachaise, en efecto. Es la mejor época del año para visitarlo. Sin embargo una recomendación tengo que hacer a los viajeros sensibles: si no quieren llevarse un disgusto, no visiten el mausoleo de Óscar Wilde. Nada más verlo se darán cuenta de que está erigido y adornado por quienes lo recuerdan no como maravilloso escritor sino como eminente maricón. La última fechoría a su persona perpretada por todos los Bosies de este mundo.
 

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