Discriminación

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Lo cierto es que el abortismo acérrimo siempre me ha producido grima, una incomodidad de índole estético en los justos límites donde la fealdad de una causa se equipara a su torpeza moral. A la recíproca, esas fotografías de embriones arrojados a la basura, nonatos descuartizados, etc, de las que se valen algunos propagandistas del antiabortismo, me parecen de mal gusto y de un sensacionalismo fuera de lugar. Una buena causa no precisa del horror ni avivar la repugnancia primaria de los individuos, sino llegar con argumentos y razones hasta la misma conciencia. Las imágenes de “niños” arrancados del seno de sus madres no van a hacer más sórdido el asunto, ni la relación de desdichas causadas a mujeres de pocos posibles por embarazos imprevistos garantiza la legitimidad de una nueva legislación que, a todas luces, se está yendo de las manos a la entusiasta ministra del ramo.

O no sabe o no se entera. Posiblemente ambas cosas. De otra forma resulta incomprensible la insólita memez proclamada por Aído, según la cual, en la redacción del nuevo proyecto de ley reguladora del “derecho de aborto”, «se eliminarán las actuales referencias a las taras físicas o psíquicas del feto, y la nueva ley no contendrá ningún elemento ni terminología que tenga connotaciones discriminatorias».

El rizo de lo siniestro no se puede rizar más. Hablar de “discriminación” entre unos fetos y otros, los cuales están abocados a la interrupción de su gestación, es como mantener el derecho de un condenado a la silla eléctrica en Alabama a que se le denomine “reo afroamericano”, en vez de “un hombre negro condenado a muerte”. La cursilería, a menudo, suele ser bastante cruel.

Por otra parte, si los nonatos destinados al abortorio son susceptibles de padecer discriminación -la misma ministra lo declara -, entonces, de tal consideración sólo una cosa puede deducirse: son sujeto de derechos. Con lo cual apaga y vámonos, porque no tiene ningún sentido hablar de los derechos que corresponden a quien se le priva del más elemental de ellos, que es nacer.

Ni me atrae la idea del aborto considerado como un derecho ni me parece razonable que la legislación castigue con penas de presidio a la mujer que recurra a tan drástica medida. Ni al médico que cuida de que el estropicio no acabe en septicemia. Esta cuestión, ya les digo, me resulta de una incomodidad ética mayúscula. Me asquea la cenagosa perspectiva, alentada por nuestro gobierno, de que el aborto, como derecho inalienable, en la práctica se convierta en un método anticonceptivo. Me indigna la evidencia que tengo oída a muchos amigos y amigas, trabajadores de la sanidad: de unos años a esta parte, los lunes y martes numerosos servicios de obstetricia se encuentran colapsados por cantidad de niñas que se han dado un homenaje durante el fin de semana, sin más precauciones que confiar en la poca puntería de sus parejas; y esas crías incautas recurren a la pastilla del día después y saturan las plazas precisas para atender a mujeres con problemas ginecológicos reales.

Qué feo y qué pringoso es este asunto... qué lamentable. Lo único que cabe para aliviarlo es esperar que la gente tenga cabeza y nuestros gobernantes coherencia. Pero como ni lo primero es probable ni lo segundo posible, sobre todo con este gobierno de diseño donde cada actor cumple su papel con obsesiva contumacia, habrá que seguir resignados a la perpetuidad de lo siniestro. No sé qué tan discriminado pueda sentirse un feto, pero sí siento discriminado en este debate lo mínimo exigible a quien se empeña en romper el consenso social sobre una cuestión que estaría mejor sin removerla: sentido común. De cautela y prudencia para qué hablar. Esas asignaturas no se impartían en la escuela donde estudió la ministra de igualdades.

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