¿Regeneración?

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Históricamente, todos los grandes movimientos sociales, en nuestro ámbito occidental, han sido sustentados por poderosas ideologías y por vanguardias que encarnaban en los terrenos intelectual y fáctico -la célebre “praxis” marxista -, el necesario desarrollo de aquel cuerpo teórico del que se dotaban quienes estaban empeñados en transformar la realidad humana. La burguesía se constituyó en activo sujeto histórico necesario para sustituir a la aristocracia y los regímenes feudales en el ejercicio de la supremacía; su bagaje teórico fundamental se fundamentaba en el racionalismo, el liberalismo y los principios laicos constitucionalistas de “libertad, igualdad, fraternidad”, etc. Casi al mismo tiempo en que la burguesía consolida su dominio, se fragua el recambio de sujeto histórico que protagonizará el próximo gran cambio en las estructuras de producción y por tanto de poder: el proletariado. Su ideología nutriente: el socialismo entendido en amplio sentido, desde el paleoanarquismo fourierista al marxismo-leninismo en su expresión más implacable, es decir, el stalinismo. La suplantación del papel del sujeto histórico -la clase social -, por su vanguardia organizada -el partido y su devastadora burocracia -, no es la causa del fracaso de esta opción de recambio, tal como han afirmado siempre los revisionistas de la historia de los movimientos obreros, sino la consecuencia lógica de un dramático error, acaso una criminal distorsión de los principios: aun en plena reivindicación de las leyes de la dialéctica en cuanto a la perentoriedad de “superar conservando”, los sepultureros del pasado burgués no fueron capaces de conservar conquistas elementales del pensamiento humano y valores irrenunciables de la convivencia civilizada, tales como las mismas libertad, igualdad, fraternidad, y unas cuantas docenas más de derechos del individuo perversamente inmolados en la purificadora hoguera de la revolución. Y así salió el experimento, tal daño causó a la humanidad y tan vergonzantemente acabó.

La derrota ideológica, política, social e incluso militar del marxismo como base de sistemas de gobierno ha sido de tal magnitud que hasta el país comunista residual desde el punto de vista teórico -China -, se ha convertido en gran potencia económica por el único medio que sus sagaces dirigentes descubrieron viable: acabar con el modo de producción socialista, reemplazarlo por el capitalismo salvaje y, eso sí, mantener un ideario marxista oficial tan absurdo como pintoresco, por completo ajeno a la realidad de su entorno; aunque eso sí, posee la gran ventaja de mantener en el poder a los de siempre, ellos y sus descendientes, amigos, allegados y aliados. “Lo importante de un gato no es su color, sino que cace ratones”, dicen los jerarcas de la burocracia china. Lo que viene a significar: “Mientras mantengamos el control, es indiferente que nuestro país, oficialmente comunista, sea el más capitalista del mundo”.

En una arrolladora y eficaz tarea han sido cómplices, con mucho éxito, la burguesía occidental y las burocracias comunistas: desarticular la presencia estructurada del sujeto histórico en el ejercicio de “voluntad de poder”. Las masas de trabajadores, tanto en Europa como en Asia y América, hace mucho que dejaron de sentirse parte protagonista de un proyecto histórico concreto para dejarse llevar por una sensación de cómodo desaliento, como si la historia hubiese dejado de tener sentido y cualquier afán por conducirla en cauces racionales fuese vocación inútil, pues a fin y al cabo todo queda determinado en su devenir por poderes muy superiores y por completo inasequibles a la pequeña, humilde voluntad del individuo, se le llame ciudadano, camarada, usuario, votante o, en el peor de los casos, consumidor.

Mas la historia es obcecada -ya advertía el viejo teórico aquello de la realidad que se expulsa por la puerta y aparece por la ventana -. La dejación por parte de las culturas occidentales del concepto de sujeto colectivo que asume un papel determinante en la construcción de la sociedad y su futuro, se ve compensada por la irrupción cada vez más vigorosa, desacomplejada y beligerante del islamismo integrista. O el islamismo a secas, llámenlo como quieran. A pesar de disensiones internas que son notorias y en ocasiones espectaculares, el islam se convierte día a día en punto de referencia para las masas de pobres y desposeídos del planeta; con la salvedad de que no pretenden transformar los valores esenciales de la sociedad basada en el alienante binomio trabajar/consumir. No hay religión que aborrezca tanto la imagen ni fieles que tanto apego le tengan a la cámara de vídeo. Por el contrario, su propósito es decantar el equilibrio de poderes desde parlamento a la mezquita, de los partidos políticos a las sectas fundamentalistas, de los tribunales de justicia al dictado de los ayatolahs... instaurando a compás unos modos convivenciales propios del siglo XV, que es donde vive aproximadamente esta religión de combate. En la escuela, en los barrios marginales, en las cárceles, en los ejércitos, entre las masas de parados, desesperados y desahuciados del sistema, encuentran al día de hoy su base social más activa, millones de personas perfectamente fanatizadas e identificadas con el sentido trascendente de su vivir, que es el triunfo absoluto del islam. Ellos sí se reconocen como sujeto histórico dueño de propio destino. Ante esta evidencia, el hombre occidental continua consolándose con la presunción de que la historia ha muerto y poco o nada queda por decir en su sepelio.

¿Dónde, entonces, el nuevo sujeto histórico que, en su caso, recondujera la realidad a parámetros de razón, identificables en armonía con la tradición democrática europea? Los estamentos burgueses y pequeño burgueses parecen territorio en erial; las clases trabajadoras en general y el proletariado en particular andan demasiado ocupados con las cifras del paro y los vencimientos de la hipoteca; los sindicatos bastante tienen con pagar la nómina de sus liberados. La derecha, por su parte, es una amalgama difusa que sólo consigue ponerse de acuerdo -y no siempre -, en que cada cuatro años hay que votar al mal menor, llámese PP en España, Sarkozy en Francia... mas no denota pulso, voluntad ni capacidad organizativa como para postularse en tareas históricas que vayan más allá de una civilizada alternancia en el poder con los socialdemócratas de turno, en el mejor de los casos.

Algunos partidos, extremadamente minoritarios, convergen en el convencimiento de que esta coyuntura es la apropiada para la reivindicación a ultranza de conceptos básicos, elementales y tal vez por ello muy verdaderos, como “ciudadanía”, “regeneración democrática”, “soberanía” en su sentido cabal, todo ello enfrentado, como es de suponer, a los intereses de las castas políticas enquistadas en los aparatos de Estado, desde la UE a la última autonomía; una clase dirigente cuya ideología política se resume en la fórmula dinero+poder elevado al cuadrado = democracia perfecta. Está por ver la capacidad de calado de estas nuevas opciones regeneradoras, su permeabilidad y decisión para mantener irrenunciables valores de la tradición que la ideología reinante y la progresía triunfante denosta como “reaccionarios”, su resistencia a la degradación y el desvanecimiento de los buenos propósitos en virtud del “pragmatismo” político. Muchas cosas están por ver. Aunque de momento, dejando aparte a la derecha irreductible de siempre -más dividida que nunca -, son los únicos que parecen decididos a hacer frente, de manera cercana a lo eficaz, a la demagogia entreguista de los “bienenrollados” y bienquistados con la furibundia islámica, los que han dejado de asomar el turbante en actitud de amistad para reclamar a gritos los mandos, el freno y el acelerador del autobús en el que todos viajamos.

En otra entrega de este blog les hablo de esos movimientos regeneradores y su relación con la segunda bíblica plaga de nuestro tiempo. Lo han adivinado: los nacionalismos.

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