Los fantasmas del Louvre

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La Victoria de Samotracia queda en un rincón, casi tan a desmano como El escriba sentado, ambas imágenes perdidas en un cafarnaun de obras amontonadas sin más criterio que dejar espacio libre al tránsito de turistas. Miles y miles de ellos, cada fin de semana, desbordan el viejo caserón del Louvre para hacerse una fotografía clandestina junto a La Gioconda; en su defecto, si los guardas del museo descubren tan osada intención, queda la posibilidad de hacer lo propio al lado de los cartelones que publicitan El código Da Vinci. Aparte de pinacoteca y almacén mayorista de piezas del antiguo Egipto, el Louvre se ha convertido en una inmensa librería, a mayor gloria de Dan Brown.

La misma Gioconda y su inmensa celebridad han desplazado al resto de obras de Leonardo. La virgen de las rocas, San Juan y Santa Ana, la Virgen y el Niño quedan a un lado del pasillo, encima del sofá, tal como dispondría la decoración un burgués decimonónico en su casa de estilo Biedemeier. La misma suerte han corrido Delacroix y Géricault entre otros de menos renombre aunque no por ello menos maltratados. El espacio es el nuevo dueño del Louvre, sitio para moverse donde puedan transitar los sudorosos, apresurados visitantes que recorren las salas como fantasmas, con la mirada perdida de quienes no se reconocen a sí mismos en un mundo de flashes, folletos de colorín y piedras antiguas.

Occidente, en la nueva versión del Louvre, ya no es la cultura en torno a la que surgen los más hermosos logros de la humanidad. Es un espectáculo. A los turistas japoneses, chinos, hindúes y coreanos que abarrotan el museo de viernes a domingo, debe parecerles algo exótico, primorosas rémoras que adornan el pasado de la decaída Europa.

¿Y la señorita Gioconda? Lo mejor de lo mejor, pues ha transcendido a la obra de arte para asentar su potestad en lo más excelso. Es famosa.

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