Piqué

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No se había visto tanta convicción en el Parlamento catalán, tanta verdad enhiesta, convincente y razonable, al menos desde que Alejo Vidal-Quadras fue apeado -Majestic de por medio- de su escaño. La condición de gran parlamentario se atribuye con coincidencia matemática a los políticos que fracasan pero -en cualquier caso-, de Josep Piqué habrá que recordar su defensa de España y de la libertad en los tiempos de la desbandada estatutaria. Las ojeras y las canas atribuían una gravedad amable a un señor que -de puro amable- fue ministro de Exteriores. Ya de vuelta a su escaño, se sentaba junto a su mitad en sombra, Francesc Vendrell. Eran lo que había, la resistencia que había, sin otra torería que intentar guardar distancias cuando el electorado pedía, tal vez, arrimarse más al toro. En realidad, parece que Piqué quiso pasar por la política para poner un poco de almíbar y caer bastante bien. Por supuesto, siempre es peligroso caer mejor a los otros que a los propios, de la misma manera que ser admitido en el circuito coctelero de la alta política no equivale a ganar votos. Sería injusto, o no tanto, insistir en que Piqué prefería el Círculo Ecuestre a la realidad de una mañana en el mercado pero el noble propósito de ganar un voto intelectual, cortés, conciliador y moderado fue un engaño de utopía cuando en Cataluña, más que en otras partes, el voto es voto cómodo o voto glandular. Nebrera no ha cuajado. Valga como lección de la experiencia que la situación del PPC no cambiaría en un mes ni aunque pusieran a Mick Jagger. En general, ni por efecto catártico ayudan los sobresaltos de una crisis. Representar a la derecha nacional en Cataluña no es como una sesión de hidroterapia pero hay un paso exagerado de ahí a la angustia metafísica. Piqué ha estado muy quejoso mientras en Madrid correspondían con el bálsamo de unas palmadas en la espalda: por aquí, Piqué intentaba mostrar que no era nacionalista mientras que en Barcelona se esforzaba en explicar que estaba lejos del fascismo. Todo eso contrasta con la militancia aguerrida de un partido donde pueden surgir personalidades políticas robustas, del corte de un Sirera o García Albiol, hábiles a la fuerza e ideológicamente de un buen asentamiento. En este sentido, no es sorpresa que del vivero del PPC salgan especies de genética, por comparación, más resistente. Piqué paseó tempranamente sus poderes de hechicero por Madrid y la fascinación duró hasta que él quiso. Ahora ha tomado una decisión emocional, de vanidad sangrante, como si la empresa privada fuera archivo de cortesías o él no hubiera tenido cintura para evitar los placajes de la política. De todo queda un sabor parecido a un sinsabor pero Piqué pasó por árbitro de elegancias en el PP, al almo de Aznar y de Rajoy, más bien lejano a un Zaplana en levantino zahareño y a un Acebes en eterno castellano. Lo más cierto es que nunca se supo si fue a Cataluña a ligarse a la derecha catalana o a maquillar a España para dejarla más guapa y un poco más alternativa. Con Piqué volvíamos a los tiempos elegantes de la esgrima pero el mensaje político no puede a la vez ser sólido y de azogue.

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