Liberación sexual 2

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Recibo un mensaje de una lectora de mi blog que dice ser de Jalisco (cosa que no dudo, aunque en esto de internet es bien sabida la práctica de las metamorfosis). Cualquier mención a México me catapulta al año 2001, en que impartí clases de literatura en lenguas minoritarias en la UNAM, en el marco de la Cátedra “Maestros del Exilio Español”, invitado por la poetisa Elsa Cross, una mujer de trato exquisito y de versos prodigiosamente sensoriales. No escribí nada aquellos días, salvo los apuntes para clase. Era tal la profusión de sensaciones, en aquella ciudad metáfora del mundo, que se convertía en imposible no rendirse a la lluvia de salvación por medio de lo ajeno. Todo tiempo fue tiempo aprovechado, y tan sólo me arrepiento, por celo profesional, de no haber emprendido, una noche, camino hacia Acapulco por carretera. Nos lo propuso, a mi esposa y a mí, el poeta Ursus Sartoris, mi hermano náhuatl que habla la lengua de las pirámides y el desierto, de los taxis nocturnos y el tequila destejido entre poemas.

México es, para mí, el país de la atracción, una de las tierras donde, a pesar de todas las diferencias con Europa, me sentí más en casa que en otras que haya conocido. Por eso, leer “Jalisco” en un remite, aunque sea un Jalisco imaginario, me hace perder el rumbo de las palabras, y en lugar de escribir opiniones embadurno un diario nostálgico, como si acumulara “pendejadas” en vez de algo de provecho...

Mi amable lectora dice algo (o lo deduzco de su escrito) en lo que estoy de acuerdo por completo: la sexualidad de la mujer no debe supeditarse a la del hombre. Pero creo también que, a pesar de todos los avances en la consideración de la mujer (políticas de igualdad, etc.), el hombre sigue esgrimiendo su “poder” en el terreno de la sexualidad. Miremos el ámbito en teoría tan “moderno” de la pornografía: un actor porno es considerado una especie de superhombre, y cada cuerpo femenino ocupado es una muesca en la culata de su revólver; no ha habido relaciones “amables”, sino carne penetrable; él se coloca por encima de todas ellas, pues es el pene transmutado en falo. ¿Qué ocurre, sin embargo, con una actriz? No es la femme fatale que transfigura los penes en algo blando y deforme (una posible lectura), sino aquella mujer que ofrece mayor placer, que mejor se somete a los deseos masculinos, que alardea de fuerza y de seducción pero acaba yaciendo bajo un cuerpo peludo, inmóvil.

Sin necesidad de llegar al extremo de la escritora Andrea Dworkin, para quien toda penetración es violación, sitúo el encuentro sexual entre un hombre y una mujer en una esfera que ha de sublimar la pura atracción momentánea e incluso la amistad encamada. Lo que no se hace con pasión no merece la pena hacerlo. ¿Qué experiencia va a sacar un muchacho de yacer con una chica por la que no se siente trastornado? ¿Qué excusas va a dar para entregar su cuerpo, para ofrendar su ser a otro ser que, a su vez, se le da en lo más íntimo si no existe la radical pasión del amor? ¿Es el encuentro entre dos seres humanos, a un nivel en el que se está gestando (nunca mejor dicho) la posible extensión de la vida, el colofón a una noche de copas y “marcha”?

Puede resultar paradójico, pero la liberación de la sexualidad femenina ha de ir acompañada de un, digamos, recato a la hora de colocarse frente a un hombre para arañarse y morderse hasta donde la piel se hace sangre. Para ella, puede ser un juego, pero el eco social que sus relaciones sexuales van a tener no le van a dar la aureola de algo irresistible, sino de todo lo contrario.

Aunque tal vez sólo soy un romántico que ve el sexo como una práctica cercana a la muerte. ¿Y con quién morir si no es con alguien por quien morirías?

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